|
El terrible viento norte que empuja la lluvia por entre las
junturas de las ventanas, el terror al terremoto, los ascensores
y su quejido diario, los muros de piedra con sus cortinas de
hiedra y musgo que lloran su neblina cotidiana y la tristeza
infinita de la boya del toro más allá de la noche, hacia el
confín de la costa alumbrada a ramalazos de luz por el Faro de
Punta Ángeles, me hicieron amigo de la soledad.
En la época en que mis compañeros de infancia se desparramaban
por el cerro dando alaridos que imitaban a nuestros héroes:
Tarzán, Rey de los monos o El Jinete Escarlata, yo me sentaba a
cantar en la habitación más alta de la casa.
De este puerto herido debe recordarse siempre el viento con su
siembra de semillas de eucalipto por los bordes del cementerio,
frente al mar. La caverna húmeda de las enredaderas del paseo
de Las Torpederas, esa playa donde hay escaleras señoriales que
no llevan a parte alguna. Con la herrumbre de los hierros
carcomidos, derrotados por el aire de la mar que todo lo
penetra.
Con el destino de tragedia que siempre azotó Valparaíso: al sur
la Piedra Feliz enamorando a los suicidas, la Batería Esmeralda,
convertida por años en caballeriza de los mulos, las procesiones
nocturnas acompañadas de antorchas y tambores con que los
bomberos enterraban a sus mártires y, dominando todo el silencio
del viento, como un bajo continuo, la boya del toro aullándole a
la noche como bestia hambrienta.
Años atrás solíamos correr por entre los grandes eucaliptos que
sombrean los alrededores del Parque Alejo Barrios, perdiéndonos
hacia una glorieta cubierta de pinos y enredaderas naturales.
Aquello hoy está cercado de silencio y sobre la pista de tierra,
barrida por el viento, sólo vuelan los recuerdos.
Aún no contaba con tres años cuando fuimos a vivir junto a la
Escuela Naval. Crecí oyendo marchas militares, desfilando en
otoño ante héroes legendarios, el 21 de Mayo, como alumno de
colegio con uniforme oscuro y bajo la llovizna, oyendo los
silbatos marineros, sintiendo el respirar ronco del puerto por
la noche con sus grandes buques como ciudades encendidas.
La visita obligada de los domingos era a la fragata "La
Baquedano", prima hermana de aquella otra venerada y conocida
sólo en fotografías, "La Lautaro", hundida por los nazis durante
la Segunda Guerra. Y el acorazado "Almirante Latorre", con su
sonoro nombre de "Buque Insignia", gigante de la mar, desguazado
más tarde en el Japón. El pueblo quería a sus buques; cuando se
llevaron al Acorazado, la poeta Cristina Miranda escribió un
poema en el cual dos volantines, uno azul y otro morado,
escoltarán al gigante hasta la muerte. Es una cueca triste que
lleva música de Margot Loyola.
Más tarde llegó "La Esmeralda" y el pueblo la llamó "La Dama
Blanca" y aun "La novia de Chile". Jarcias y gavieros,
cuadernas y baupreses, trinquetes y mesanas eran las palabras
mágicas cargadas de sueños y de sal. Quise ser marinero, como
todos los niños de Valparaíso, sin poder imaginar entonces que
aun sin serlo navegaría y caminaría el mundo de arriba abajo
durante años.
Las primeras canciones que recuerdo son himnos del mar, baladas
inglesas y algunos trozos que más tarde he podido identificar
con Purcell. La primera canción en castellano parece ser
aquella "Mamá vieja" del repertorio de Antonio Tormo. Soy de un
país donde la cultura de la tierra no es muy bien vista en el
medio en que nací. Mi abuelo materno cantaba trozos de ópera.
Oigo tintinear las lágrimas de una lámpara-araña de cristal al
centro del comedor, en el calor del campo y en verano. Su
potente voz italiana lo llena todo. Más tarde a caballo canta "Emponcha'o
en la noche" Mi abuela, de extraño origen nórdico, sentada
frente a un piano oscuro alumbrado por candelabros entona
ciertos valses que se me antojan azules. Mis otros abuelos
vivían en un alto caserón donde no recuerdo haber escuchado
música jamás. Allí todo era penumbra y ceremonia. Mi padre no
cantaba, leía el Reader´s Digest en inglés. La radio me azotaba
el oído con corridos mexicanos, valses dulzones y tangos
cargados de tragedia en los que no podía creer aún. Eran tardes
enteras de concierto popular escuchados por esos seres dulces y
solidarios: las empleadas de la casa. Me educaron en un antiguo
colegio inglés donde aprendí a pedirle cantando a Dios que
salvara a un Rey.
Tuve que pasar la adolescencia para enterarme que existía música
chilena. Me lo enseñó uno de mis tíos: germen de amistad,
torbellino de música, capaz de hacer reír a las estatuas, pero
que llevaba prendida en sí la medalla del silencio a que nos
condenaron. Un día no pudo más con tanta vida y se mató con su
fusil de caza; entonces otra vez estuve solo.
|
|