¡Ah!,
exclamó Ungaretti. Es verdad. ¿Quiere un whisky con hielo?
Me pasó un vaso, ya preparado, que apareció entre otros en una
mesa baja. Sentí el tintineo del hielo. No en mi vaso.
Trabajosamente, se levantaba de un sillón blando y oscuro un
joven de mediana edad. Sí, un joven, un niño a juzgar por la
cara y el pelo rubio y lacio; pero con el cuerpo pesado de un
hombre adulto. He aquí al poeta tanto, secretario de la revista
cuanto –me dijo Ungaretti con cara de pocos amigos. Les di la
mano a ambos. Ungaretti saltó hacia atrás y volvió ese ritmo de
animal peligroso, enjaulado con animales de otra especie,
decidido a morderlos y destruirlos si se le ponen en el camino,
a olvidarlos y desconocerlos si guardan las distancias. Pero
sus vociferaciones no eran tan inofensivas. Se dirigían al
secretario de la revista tanto, poeta cuanto. “¡Sí, sí, sí!
¡No, no! No puedo ayudarle, no puedo votar por Ud. en ese
concurso, no asistiré a ese concurso, no asistiré nunca más a
ningún concurso, no conozco su libro de poemas, no me interesa
su libro de poemas, no me gusta su libro de poemas, ¡odio la
poesía!, ¡toda la poesía!, ¡estoy hasta aquí de poesías!”
(Señalaba su cintura, y luego su cuello y luego elevaba el
índice hasta casi topar el techo). “¡No más poesía, no más
poesía, no más concursos! ¡Que vaya Alfonso Gatto al concurso,
que vote Gatto por Ud., que Gatto lo premie!”.
El joven-anciano
asentía: Sí Maestro, tiene razón Maestro; no Maestro, es como
Ud. dice. Estoy tan pobre. Merezco el premio. Aquí está mi
libro. ¿Quiere verlo, quiere recibirlo? Se lo dejaré en esta
mesa.
“Bueno”,
dijo Ungaretti, repentinamente calmado. “Bueno, votaré por
usted, por su libro”.
“¿Y Ud. qué quiere?”, me dijo entonces,
volviéndome a mirar. “¿Es Ud. poeta, crítico, novelista,
estudiante de literatura?”
“Ay, no, Maestro” musité. “Soy
abogado”.
“¿Qué?”,
gritó el poeta dando un brinco hacia atrás. “¡Y qué diablos
quiere! Yo no necesito abogados, no tengo pleitos, no quiero
chicana… ¡No quiero!”
“Ay, Profesor”, lo interrumpí, también
escribo. “Escribí este libro”. Y saqué uno de mi bolsillo
oculto.
“Póngalo encima de la mesa”, me contestó más
aliviado. “¿Y qué más quiere?”
Yo no sabía qué
decir. No podía, empero, dejar las cosas ahí. “Quisiera”,
empecé, “quisiera conocer los nombres de las principales
revistas literarias italianas, las mejores, aquellas en que Ud.
colabora, Maestro”. Creía halagarlo, me felicitaba para mis
adentros. Pareció meditar un momento. El joven-viejo, hundido
en el sillón y sorbiendo apresurado su bebida, se hacía el
sordo, tocándose el mentón blando con el dedo meñique.
“¡Aut Aut!”, gritó Ungaretti de
improviso. Creí que me expulsaba. “Aut Aut, revista de
filosofía y letras”, acotó el joven. “El Maestro
colabora a menudo en Aut Aut”. Respiré, masqué el trozo de
hielo que me quedaba, sonreí. “Muchas gracias, Maestro”.
“Sí”, contestó, “y además Letteratura, y Letterature
Moderne, y La Fiera Letteraria, y…”
“¿Puedo anotar los nombres?”, insinué
diligente.
“¡No!”,
aulló el poeta. “Estoy muy ocupado, mi mujer está muy
enferma, es muy tarde, estoy muy cansado…” Agitaba los
brazos. “Este joven le dará los nombres, este joven lo sabe
todo. Váyanse ambos, juntos, váyanse inmediatamente, así podrán
conversar de las revistas italianas. Mi mujer está muy
enferma, es muy tarde. Por aquí está la puerta de salida. ¡Por
aquí!, ¡no, por allá! Esa es la ventana”.
Nos empujó, nos
tomó de los codos, nos dirigió por la puerta hacia el
vestíbulo. Se paró en el umbral de la habitación de donde
salíamos. Nos indicaba la puerta de calle con el mentón.
“Por allí, ¡Luego! Por allá. De vueltas a la perilla. ¡Más
fuerte! Así. Bien. Adiós, adiós; mi mujer está enferma;
váyanse juntos”.
El joven secretario
de la revista cuanto, el joven concursante se negaba a abrir del
todo la puerta de calle. “Maestro”, murmuró, “¿votará
Ud. por mí?” Ungaretti meneó la cabeza, sin voz,
afirmativamente. La puerta se abrió. Salimos a la luz
crudísima, estéril.
¿Qué más podemos
relatar? Recuperando el plural decente, la historia de la
entrevista con el poeta Ungaretti nos permite moralizar; al
menos, moralejar: No busquéis al poeta a menos que el poeta os
busque. Evitad la biografía, y, mucho más, la autobiografía.
(Extracto de Tres Poetas Italianos, de Armando Uribe
Arce, publicado en los Anales de la Universidad de Chile, n°
127, año CXXI, Mayo-Agosto de 1963)
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