T H .   S T U R G E O N

E L   D E S Q U I T E   D E   L A   I N F A N C I A


 

 

 

Solitario, desgraciado, incomprendido, Theodore Sturgeon –seudónimo de Edward Hamilton Waldo- lo fue durante su vida entera. Nacido el 26 de febrero de 1918 en Filadelfia (Estados Unidos), el joven Edward tuvo una infancia profundamente perturbada, desde la edad de tres años, por la separación primero y luego por el divorcio de sus padres.

 

En 1929, su madre se volvió a casar con un eminente profesor de Filadelfia, hombre rígido y muy exigente que prohibió al niño la lectura de las revistas de ciencia ficción, a la vez que le destinaba a una brillante carrera universitaria.  Sin duda por reacción, obtuvo siempre resultados que no pasaron de mediocres y sólo destacó en las disciplinas deportivas.  A los quince años, desgraciadamente, un reumatismo cardiaco le separó para siempre de los estadios.  No pudiendo soportar por más tiempo el desprecio y la tiranía de su padrastro, Sturgeon acabó por escapar de su domicilio familiar y se enroló como cadete en la escuela de marina.  Su estancia allí duró sólo tres meses, ya que se rebeló contra las bromas de mal gusto de las que eran víctimas él y sus compañeros.

 

En esta época empezó a escribir, después de haber encontrado un empleo en la marina mercante:  “Cuando se publicó mi primera narración (Ether Breather, narración humorística corta, aparecida en el número de septiembre de 1939 de Astounding) –cuenta Sturgeon-, estuve tan contento que planté todo lo demás para llegar a ser escritor de tiempo completo.  Ganaba entonces unos cinco a seis dólares vendiendo una o dos narraciones por semana a revistas”.

 

 

 

Este periodo de exaltación no duró mucho, ya que pronto se abatió una profunda depresión sobre el escritor: durante seis años, de 1940 a 1946, logró escribir sólo Killdozer, El buldozer asesino, 1944, que por otra parte terminó, muy sorprendentemente, ¡en nueve días!  Después de haber invadido la Tierra, una entidad electrónica, “forma nebulosa dotada de conciencia”, se instala en los mandos de un enorme bulldozer e intenta aplastar a los hombres que trabajan en una obra.  Aunque notable desde muchos puntos de vista, estas corta novela de acción no puede llegar a rivalizar con el resto del trabajo de Sturgeon.

 

Se trata de una obra excepcional, que ocupa un lugar muy particular en el ámbito de la ciencia ficción.  Una obra a través de la cual Sturgeon acepta con valentía el reto de una vida jalonada por numerosas depresiones y por cinco matrimonios.  Autor maldito, persona muy vulnerable, Sturgeon posee, no obstante, el poder de extraer de la ganga fangosa del destino increíbles y fabuosas joyas, entre las que cabe citar Los cristales soñadores (1950) y Más que humano (1953), cuyo esplendor exótico haría palidecer no pocas obras maestras de la literatura clásica.

 

En Los cristales soñadores, publicado por Fantastic Adventures, el efecto deslumbrante del primer párrafo sigue conservando toda su fuerza: “Sorprendieron al niño debajo de las graderías del estadio, frente a la escuela, y lo mandaron de vuelta a su casa.  El niño tenía ocho años entonces.  Había estado haciéndolo durante años”.  Este niño, Horty, practica el “vicio” de comer hormigas, ya que se trata de un mutante cuyo metabolismo necesita una aportación regular de ácido fórmico.  Huyendo de la casa de sus padres adoptivos, que le martirizan, el niño encontrará refugio en un circo ambulante.

 

Una colección de cristales muy extraña que pueden gemir y parecen estar perennemente sumergidos en el seno de un inaccesible sueño mineral, constituye el centro de una formidable intriga en la que está en juego nada menos que la entrada a la madurez.  “Tuve perfectamente conciencia, en aquel periodo –reconoce Sturgeon-, de estar haciendo una caricatura punzante de mi padrastro.  Y sin duda no bastó, ya que a lo largo del libro, los niños encuentran a un ser maléfico, el director del circo, que es también mi padrastro”.

 

Los niños, frecuentemente perseguidos y solitarios, pero siempre maravillosos, ocupan un lugar clave en la mayoría de las narraciones de Sturgeon.  “Quizá –explica– se debe a que trabajo siempre rodeado de niños.  Mi poder de concentración es tal que un día estuve trabajando por lo menos dos horas sin darme cuenta que tenía a mi hija sobre mis rodillas”.  El autor, además, a sufrido una considerable evolución, tal como se lo hace notar su psiquiatra: “Todo lo que había realizado antes de 1940 pertenecía al terreno de la pura y simple diversión, sin profundidad, mientras que mi producción después de 1946 correspondía a lo que llamaba historias terapéuticas: los pobres pasan a ser ricos, los buenos se hacen mejores, los enfermos se curan”.

 

 


 

 

Ilustración para Más que humano

 

Ilustración para Los cristales soñadores

 

 


 

 

A estos niños, que Sturgeon considera como extraterrestres, vamos a encontrarlos, algunos años más tarde, en Más que humano –una de las obras más logradas del género-.  También allí se trata de niños anormales y desechados por la sociedad por ser diferentes.  Solitarios, no sirven para nada, pero en grupo logran combinar sus fantásticos poderes de modo que llegan a realizar una peligrosa entidad, alcanzando un escalón superior de la evolución humana: el Homo Gestalt.

 

A pesar de sus sorprendentes éxitos en el terreno de la novela, el autor consagra la mayor parte de su tiempo a escribir narraciones cortas.

 

Sturgeon se presentó como una figura aislada entre los escritores del género: su estilo, perpetuamente renovado, resultó inimitable: mientras que Asimov o Van Vogt espolearon muchas vocaciones, no ha habido ni habrá nunca discípulos de Sturgeon.  Su obra soberbia y solitaria, desarrollada fuera de las normas y con la única preocupación de reflejar las múltiples facetas de un universo interior sorprendente, permanecerá como un fenómeno literario aparte, una creación admirable que, al margen de las modas, nunca podrá envejecer.

 

Theodore Sturgeon murió el 8 de mayo de 1985.