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Este periodo de
exaltación no duró mucho, ya que pronto se abatió una profunda
depresión sobre el escritor: durante seis años, de 1940 a 1946,
logró escribir sólo Killdozer, El buldozer asesino, 1944,
que por otra parte terminó, muy sorprendentemente, ¡en nueve
días! Después de haber invadido la Tierra, una entidad
electrónica, “forma nebulosa dotada de conciencia”, se instala
en los mandos de un enorme bulldozer e intenta aplastar a los
hombres que trabajan en una obra. Aunque notable desde muchos
puntos de vista, estas corta novela de acción no puede llegar a
rivalizar con el resto del trabajo de Sturgeon.
Se trata de una
obra excepcional, que ocupa un lugar muy particular en el ámbito
de la ciencia ficción. Una obra a través de la cual Sturgeon
acepta con valentía el reto de una vida jalonada por numerosas
depresiones y por cinco matrimonios. Autor maldito, persona muy
vulnerable, Sturgeon posee, no obstante, el poder de extraer de
la ganga fangosa del destino increíbles y fabuosas joyas, entre
las que cabe citar Los cristales soñadores (1950) y
Más que humano (1953), cuyo esplendor exótico haría
palidecer no pocas obras maestras de la literatura clásica.
En Los cristales
soñadores, publicado por Fantastic Adventures, el
efecto deslumbrante del primer párrafo sigue conservando toda su
fuerza: “Sorprendieron al niño debajo de las graderías del
estadio, frente a la escuela, y lo mandaron de vuelta a su
casa. El niño tenía ocho años entonces. Había estado
haciéndolo durante años”. Este niño, Horty, practica el “vicio”
de comer hormigas, ya que se trata de un mutante cuyo
metabolismo necesita una aportación regular de ácido fórmico.
Huyendo de la casa de sus padres adoptivos, que le martirizan,
el niño encontrará refugio en un circo ambulante.
Una colección de
cristales muy extraña que pueden gemir y parecen estar
perennemente sumergidos en el seno de un inaccesible sueño
mineral, constituye el centro de una formidable intriga en la
que está en juego nada menos que la entrada a la madurez. “Tuve
perfectamente conciencia, en aquel periodo –reconoce Sturgeon-,
de estar haciendo una caricatura punzante de mi padrastro. Y
sin duda no bastó, ya que a lo largo del libro, los niños
encuentran a un ser maléfico, el director del circo, que es
también mi padrastro”.
Los niños,
frecuentemente perseguidos y solitarios, pero siempre
maravillosos, ocupan un lugar clave en la mayoría de las
narraciones de Sturgeon. “Quizá –explica– se debe a que trabajo
siempre rodeado de niños. Mi poder de concentración es tal que
un día estuve trabajando por lo menos dos horas sin darme cuenta
que tenía a mi hija sobre mis rodillas”. El autor, además, a
sufrido una considerable evolución, tal como se lo hace notar su
psiquiatra: “Todo lo que había realizado antes de 1940
pertenecía al terreno de la pura y simple diversión, sin
profundidad, mientras que mi producción después de 1946
correspondía a lo que llamaba historias terapéuticas: los pobres
pasan a ser ricos, los buenos se hacen mejores, los enfermos se
curan”. |
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