T A B E R N A S. 

P O E M A S   D E   J O R G E   T E I L L I E R.


s e l e c c i ó n   d e   M i g u e l   M o r e n o   D u h a m e l

 

 

 

 

Es bien sabida la afición por las tabernas, las amistades y el vino que tenía el poeta lárico.  Desde sus míticas ciudades chilenas,  allá en el sur de fábula que añoró e inventó, hasta sus paseos por el destierro que le significó la ciudad de Santiago.  Tenía ciertos reinos inamovibles, uno de ellos es el Bar Unión, lugar que aún se mantiene porfiado.  En él encontrarán una placa que recuerda su constante visita.

 

Esta breve selección de poemas de Teillier tiene como puntos de comunión el vino, las cantinas, los mesones;  y está acompañada por el agudo lente del fotógrafo Christian Alarcón Tapia.

 


 

 

 

 

41

 

Mientras no cesan los golpes de los dados

tres bicicletas relucientes y frías

esperan pacientes y cabizbajas

afirmadas en la pared de la cantina.

 

42

 

Fuego bajo las cenizas.

Y en el muro

la sombra de los amigos muertos.

 

43

 

Veinte años después

ha resultado

que los mejores alumnos

son los de la escuela de la cimarra.

 

44

 

Un vaso de cerveza,

una piedra, una nube,

la sonrisa de un ciego

y el milagro increíble

de estar de pie en la tierra

 

 

 

 
 

 

 

 

P E Q U E Ñ A   C O N F E S I Ó N

 

En memoria de Serguei Esenin

 

Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones.

Me amaron las doncellas y preferí a las putas.

Tal vez nunca debiera haber dejado

El país de techos de zinc y cercos de madera.

 

En medio del camino de la vida

Vago por las afueras del pueblo

Y ni siquiera aquí se oyen las carretas

Cuya música he amado desde niño.

 

Desperté con ganas de hacer un testamento

-ese deseo que le viene a todo el mundo-

Pero preferí mirar una pistola

La única amiga que no nos abandona.

 

Todo lo que se diga de mí es verdadero

Y la verdad es que no me importa mucho.

Me importa soñar con caminos de barro

Y gastar mis codos en todos los mesones.

 

 

 

 

Es mejor morir de vino que de tedio

Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas.

Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano

Cuando se gastan los codos en todos los mesones.

 

Tal vez nunca debí salir del pueblo

Donde cualquiera puede ser mi amigo.

Donde crecen mis iniciales grabadas

En el árbol de la tumba de mi hermana.

 

El aire de la mañana es siempre nuevo

Y lo saludo como a un viejo conocido,

Pero aunque sea un boxeador golpeado

Voy a dar mis últimas peleas.

 

Y con el orgullo de siempre

Digo que las amadas pueden ir de mano en mano

Pues siempre fue mío el primer vino que ofrecieron

Y yo gasto mis codos en todos los mesones.

 

Como de costumbre volveré a la ciudad

Escuchando un perdido rechinar de carretas

Y soñaré techos de zinc y cercos de madera

Mientras gasto mis codos en todos los mesones.

 

 

 
 

 

 

 

1

 

En el pueblo

donde algunos me conocen

como el poeta cuyo nombre suele aparecer en los

       diarios,

paseo por la Calle Comercio

que ahora se llama Avenida Bernardo O’Higgins

(Como en Santiago).

 

He comulgado con la tierra.

Voy a la Sidrería.

Allí están los parroquianos de siempre

y me saludan mis viejos compañeros de curso

que sueñan con ser alcaldes o regidores o comprarse

        una citroneta.

Ha cerrado el cine.

Aún quedan afiches que anuncian películas en sepia.

A lo largo de los cercos

las ortigas siguen hablando con su indestructible

       lenguaje.

En el techo de mi casa se reúne el congreso de los

      Gorriones.

Pienso por primera vez

que no pertenezco a ninguna parte,

que ninguna parte me pertenece.

 

 

 

 
 

 

 

 

M I R É   L O S   M U R O S

 

Miré los muros de las Cervecerías Unidas

si un tiempo fuerte hoy desmoronados.

Miré desechos flotando en el Canal San Carlos,

recordé steamers desafiando el Cabo de Hornos.

 

Recordé en la Avenida Kennedy un camino de ripio

por donde cruzaban extraviados piños.

Y polluelos picoteando entre los durmientes

y cuántos Tom Collins bebí en La Ermita.

 

Recordé en la Librería Inglesa una muchacha

rapada como Ingrid Bergmann en Por quién doblan las

         campanas.

Me contó que no sabía quién le había contagiado la

         sarna

y luego susurró una canción de Chuck Berry

mientras hojeaba un libro sobre Arte Mochica.

 

Me puse a pensar que me hubiese gustado

tener plata para comprar ostras y ciboulet,

pero apenas me quedaba un boleto de Metro

para llegar a un bar donde encontraría amigos

para comentar los partidos de la Copa Libertadores.

 

 

 

 
 

 

 

 

N U E V A   Y O R K   1 1

 

Aturdidos, ciegos vagabundos de la nada.

¿Cómo están mis mejores y únicos amigos?

¿Cesantes como yo?  ¿Debo leer avisos económicos?

¿Ir a sentarme al Parque o jugar una fija el domingo?

 

Tal vez estudiar Meditación Trascendental:

son fáciles los viajes al Oriente.

Pero Santiago está en primavera y tú en las cunetas

y en el futuro las embajadas o el Hogar de Cristo.

 

¿En quién confiar?  ¿En mujeres de sal?

¿O que alguna vez cante el Zorzal Criollo?

Ya ni siquiera sabes cuando la tierra viste de túnica

      amarilla

o escoge ponerse el sayal franciscano.

 

No es fácil contar sólo con una sonrisa rota

y tras cartón decirle a la gente

que ya bajó el telón y te vas con los tuyos

los gaznápiros, los aturdidos, los ciegos vagabundos de la

         nada.

 

 

 

 
 

 

 

 

I I

 

 

Bebo un vaso de vino

con los amigos de todos los días.

Gruñe desganada la estufa.

El dueño del Hotel cuenta las moscas.

 

 

 

Los desteñidos calendarios

dicen que no se debe hablar.

“No se debe hablar”, “no se debe hablar”

repiten las moscas, la estufa, la mesa

donde nos agrupamos como náufragos.

Pero bebemos mal vino

y hablamos de cosas sin asunto.

 

 

 

 
 

 

 

 

C U A N D O   T O D O S   S E   V A Y A N

 

A Eduardo Molina Ventura

 

Cuando todos se vayan a otros planetas

yo quedaré en la ciudad abandonada

bebiendo un último vaso de cerveza,

y luego volveré al pueblo donde siempre regreso

como el borracho a la taberna

y el niño a cabalgar

en el balancín roto.

Y en el pueblo no tendré nada que hacer,

sino echarme luciérnagas a los bolsillos

o caminar a orillas de rieles oxidados

o sentarme en el roído mostrados de un almacén

para hablar con antiguos compañeros de escuela.

 

 

Como una araña que recorre

los mismos hilos de su red

caminaré sin prisa por las calles

invadidas de malezas

mirando los palomares

que se vienen abajo,

hasta llegar a mi casa

donde me encerraré a escuchar

discos de un cantante de 1930

sin cuidarme jamás de mirar

los caminos infinitos

trazados por los cohetes en el espacio.