S U I C I D I O   I N M I N E N T E


p o r   R u b é n   S i l v a

   

 

 

Rubén Silva nació en Valdivia en junio de 1986.  Estudió pedagogía en Artes en la Universidad de Los Lagos en Puerto Montt y realizó un magister en educación en la Universidad Arcis en Santiago.  En 2008 obtuvo el tercer lugar en categoría poesía en el primer concurso literario Balmaceda 1215.  En 2012 publica su primer libro, Los Neronianos y otros cuentos.


 

 

 

A la memoria de Andrés Caicedo.

 

Le puso play a un disco de Héctor Lavoe y se metió al baño.  La música sonó al instante en que abrió la llave y el agua empezó a correr.  Se miró al espejo y se encontró demacrado, viejo.  ¿Qué de adónde vengo; que pa’ dónde voy?  ¿ Qué de adónde vengo; que pa’ dónde voy?   Tenía los ojos y los pómulos hinchados.  Se puso agua en a cara y quedó mirándose las tetillas que apenas relucían unos cuantos vellos.  Se miró fijo, sin apenas pestañar.  Pensó en la decisión tomada y en que la genialidad del hombre se acaba a los 25 años.  Él tiene la edad suficiente.  Lo le lo lai, lo le lo lai, lo le lo lai.  Está tranquilo y no muestra ni una pizca de duda.  Se afeita y lava los dientes.  Está desnudo.  Se coloca los lentes y su visión de sí mismo en el espejo se hace más nítida.  Realiza una mueca y se deja ver los dientes.  Se desordena el pelo y pone diferentes caras cómicas.  Se echa a reír.  Al que me escucha lo pongo a gozar, al que me escucha lo pongo a gozar, ¡ey!  Sigue mirándose al espejo.  Recuerda a Angelita y Migue Ángel.  La noche anterior ellos le suministraron las sesenta pastillas de secobarbital que piensa ingerir.  Angelita y Miguel Ángel, los pequeños cinéfilos.  Qué será de ellos, qué pasará de ahora en adelante con sus ajetreadas vidas, se pregunta Andrés mirándose al espejo.  El agua de la llave sigue corriendo.  Andrés se moja las manos, las enjabona y se las lava.  Las lava con frenesí.  Intenta no volver a pensar en nadie.  Trata de mantenerse frío y concentrado.  De a dónde vengo es del paraíso de la dulzura…  Se seca la cara y las manos y sale del baño.  El tema de Héctor Lavoe terminó.  Lo repite.  Se sienta en un sillón y suena el teléfono.  No quiere contestar.  El teléfono suena diez veces y se detiene.  Andrés se cruza de brazos, espera y piensa.  Espera el momento, el instante, el segundo indicado y perfecto.  Tiene una hora establecida.  Aún falta.  El teléfono vuelve a sonar.  Ocho veces esta vez.  Andrés no contesta.  Se esfuerza en no pensar quién podrá ser.  Pero no puede.  Cree que es Patricia.  El teléfono vuelve a sonar.  El sonido agudo se mezcla con el de la música que está escuchando.  Borinquen la tierra del edén al que el gran Gautier llamó la Perla de los Mares.  Si contesto estoy acabado, piensa.  Patricia lo conoce bien, que de escucharlo sabría de inmediato que algo ocurre, iría al departamento y todo se estropearía.  Andrés no está dispuesto a tener que decidir todo nuevamente.  Pero el teléfono vuelve a sonar.  Andrés se impacienta.  Se para y comienza a caminar por el departamento.  Ahora está inquieto.  El teléfono no deja de sonar.  Ocho, diez, doce veces.  El teléfono se detiene pero enseguida vuelve con el interminable y molesto sonido.  Andrés se enoja.  Andrés patea una silla y no lo puede creer.  Piensa que alguien lo jode, que alguien está jodiendo su plan. 

 

 

 

Puerto Rico yo te adoro, tierra santa, tierra pura.  Piensa que alguien no quiere que se suicide; que alguien no quiere que se tome los sesenta secobarbitales; que alguien no quiere que abandone el mundo a los 25 años; que alguien no quiere que deje de escribir y de ver películas; que alguien no quiere que deje el Cine Club… que alguien no quiere que se quite la vida.  El teléfono suena.  Andrés se acerca a él y se concentra en el sonido, ti-ri-ri-rit, ti-ri-ri-rit, ti-ri-ri-rit.  No quiere contestar.  Maldice al que se encuentra al otro lado.  Ay, ven para que veas mi tierra si de mi palabra tú dudas.  El teléfono se detiene.  Andrés se promete contestar si vuelve a sonar.  Abre una ventana y mira hacia la calle.  Está en un noveno piso.  Mira el paisaje, los autos y la gente que pasa a bajo.  Mira el cielo que está despejado y algunos pájaros que andan volando.  Escucha.  Escucha los sonidos de afuera y escucha el tema de Héctor Lavoe.  La salsa se dice, la salsa brava, la salsa de Lavoe.  Y recuerda a Patricia.  La recuerda en el Cine Club; la recuerda viendo Westerns y las películas de terror; la recuerda con Mario, con su amigo Mario, que terminó siendo su enemigo por habérsela quitado.  Patricia, Patricia, Patricia, se dice, apuesto que eres tú la que quiere retenerme en este mundo, la que quiere que continúe en esta pesadilla.  Pero no, ya está decidido, ya está decidido, lo repite en voz alta.  Y el teléfono vuelve a sonar.  Andrés se desespera.  Se tironea el pelo y da un grito de rabia y furia.  Decide no cumplir su promesa y adelanta la hora estipulada.  Esa tierra me tiene loco, esa tierra es mi locura.  Y corre a la mesa donde está el frasco de secobarbital.  Se sienta, lo abre y con rapidez esparce las pastillas encima de la mesa.  La genialidad se termina a los 25 años, la genialidad se termina a los 25 años, se dice mientras se echa una, dos, tres y más pastillas a la boca.  El teléfono no deja de sonar al igual que la música de Héctor Lavoe.