R U B É N   D A R Í O,   A Ñ O S   E N   C H I L E.


p o r   J u a n    L o v e l u c k   M.

 

 

 

Juan Loveluck M. (1929) Profesor, ensayista, estudioso de la literatura hispanoamericana.

Este artículo incluye dos dibujos de Enrique Ochoa, pertenecientes a la edición madrileña de Azul, editada en octubre de 1912.


 

 

 

Rubén Darío – Félix Rubén García Sarmiento - nació en 1867, en Metapa, hoy Ciudad Darío, Nicaragua.

 

Eros y la poesía despertaron pronto en él.  Amó antes de tiempo –con pasión de país de sol-, hizo versos revolucionarios y antipapistas, por  los que perdió posibilidades de ir a Europa, niño todavía, enviado por su gobierno.  Su niñez fue torturada e inquieta, como su juventud, de la que ha dicho, en inolvidable estrofa:

 

“Yo supe de dolor desde mi infancia;

Mi juventud… ¿fue juventud la mía?,

Sus rosas aún me dejan su fragancia,

Una fragancia de melancolía…”

 

Tuvo sed de viajes – como sed de amor -.  Llegó a Managua, donde ocupó un cargo en la Biblioteca Nacional.  Allí leyó los clásicos españoles.  Como quisiera casarse –precoz en la poesía, precoz en el amor- a los catorce años, sus amigos y parientes juntáronle unos pesos para que viajara a El Salvador.  De regreso en su patria, un nuevo problema erótico con su “garza morena” lo hace pensar en irse a Estados Unidos.  “A causa de la mayor desilusión que pueda sentir un hombre enamorado –nos dice en su Autobiografía (1)-, resolví salir de mi país”.

 

El general y diplomático salvadoreño Juan Cañas, que en 1875 había estado en Chile, le da el nombre de este país y se lo pinta con entusiastas palabras.  A Chile, aunque sea a nado, le dice y le resuelve el problema de las presentaciones.  El muchacho poeta no es hombre que vacile.  Se embarca y llega a Valparaíso el 24 de junio de 1886, según se lee en diarios del día 25; el barco era el Uarda, de la compañía naviera Kosmos, según el mismo Darío lo relata en la Autobiografía (2).

 

Llegado nuestro joven poeta a Valparaíso, pónese en contacto con el destinatario de la carta (3) otorgada por el general Cañas, Eduardo Poirier, y cerca de él vive esos primeros meses en Chile.  Darío reconoció que don Eduardo fue para él como un hermano; presentolo a varias personalidades del puerto y tuvo junto a él la que para Darío sería la primera experiencia literaria chilena – ya que el artículo sobre Vicuña Mackenna de que nos habla el poeta en la Autobiografía lo había escrito en Centroamérica -: la colaboración en una débil novela, cuya historia ha puesto en claro la diligencia de don Raúl Silva Castro: Emelina, que ambos, Poirier y Darío, presentan apresuradamente a un concurso (4).

 

Esta aventura novelesca no carece de interés.

 

El diario La Unión, de Valparaíso, convocó, el 26 de enero de 1886, a un concurso de novelas cuya recompensa era la suma de mil pesos.  El veredicto lo darían Benjamín Vicuña Mackenna, Guillermo Blest Gana, Carlos Walker Martínez, Zorobabel Rodríguez y Ramón Sotomayor Valdés.

 

 

 

Un joven Rubén Darío

Por la fecha de la convocatoria vemos que entonces Darío se encontraba en Centroamérica.  Todavía no llegaba a Chile cuando, en el mes de mayo de 1886, postergóse el plazo de recepción de las novelas, y se alteró la composición del jurado, supliendo a don Benjamín Vicuña Mackenna (fallecido en el mes de enero) por el señor Miguel Luis Amunátegui.  Hemos visto que Darío llegó el 24 de junio; el nuevo plazo del concurso expiraba el 1° de agosto: los pocos días que median entre el arribo del poeta y el final de la fecha guardan perfecta relación con los “diez días” a que se hace mención en el prólogo de Emelina.  Entregada la pequeña y deficiente obra, no obtuvo recompensa alguna, y el silencio que en torno a ella guarda la más entusiasta crítica dariana es el mejor juicio.

 

Ahora bien: ¿podemos pensar que Poirier sólo en contacto con Darío –necesariamente después del 24 de junio de 1886- haya pensado participar en el certamen novelístico de La Unión?  Nos inclinamos a creer que ya el escritor porteño tenía terminada o muy avanzada su creación, que acaso dio a conocer a Darío, quien, con lógico entusiasmo de joven escritor, quiso verla, aportó ideas, sugirió cambios, párrafos nuevos, etc., alteraciones que, aceptadas por el primitivo autor, dieron oportunidad de que ambos la firmaran una vez terminada: eso explicaría, también, que la crítica posterior haya distinguido sólo escasos fragmentos que revelan una participación del poeta nicaragüense.

 

Como dato, recuérdese que Darío y Poirier presentaron Emelinda con los seudónimos de Orestes y Pílades, según ha encontrado Silva Castro en La Unión del 8 de agosto de 1886.  Los mil pesos no fueron a subvenir necesidades de Darío, sino que los cobró, por su novela Dos Hermanos, Enrique del Solar.

 

 

 

El joven poeta debió de trasladarse a la capital a principios de agosto de 1886.  Acaso una carta de Eduardo Poirier lo pusiera en contacto con don Eduardo Mac-Clure o le sirviera de presentación.  Mucha leyenda se ha tejido en torno a este viaje; se ha afirmado que el propio Mac-Clure fue a recibirlo a la estación y que, al verlo tan mal vestido y con tan exiguo equipaje, le dijo frases que habrían herido la sensibilidad del joven poeta.  Este relata en su autobiografía que fue a esperarlo un señor “C.A.”, que Silva Castro (5) identifica con don Adolfo Carrasco Albano.

 

El autor de Prosas Profanas recuerda así –tras la bruma de muchos años y dictando apresuradamente- su llegada a la capital de Chile: “Ruido de tren que llega, agitación de familias, abrazos y salutaciones, mozos, empleados de hotel, todo el trajín de una estación metropolitana.  Pero a todo esto las gentes se van, los coches de los hoteles se llenan y desfilan y la estación va quedando desierta.  Mi valijita y yo quedamos a un lado, y ya no había nadie casi en aquel largo recinto, cuando diviso dos cosas: un carruaje espléndido con dos soberbios caballos, coche estirado y valet, y un señor todo envuelto en pieles, tipo financiero o de diplomático, que andaba por la estación buscando algo.  Yo, a mi vez, buscaba.  De pronto, como ya no había nada que buscar, nos dirigimos el personaje a mí y yo al personaje.  Con un tono entre dudoso, asombrado y despectivo me preguntó: “-¿Sería usted acaso el señor Rubén Darío?”.  Con un tono entre asombrado, miedoso y esperanzado pregunté: “-¿Sería usted acaso el señor C.A.?”.  Entonces vi desplomarse toda una Jericó de ilusiones.  Me envolvió una mirada.  En aquella mirada abarcaba mi pobre cuerpo de muchacho flaco, mi cabellera larga, mis ojeras, mi jacquecito de Nicaragua, unos pantalones estrechos que yo creía elegantísimos, mis problemáticos zapatos, y sobre todo mi valija.  Una valija indescriptible actualmente, en donde, por no sé qué prodigio de comprensión, cabían dos o tres camisas, otro pantalón, otras cuantas cosas de indumentaria, muy pocas, y una cantidad inimaginable de rollos de papel, periódicos, que luchaban apretados por caber en aquel reducidísimo espacio.  El personaje miró hacia su coche.  Había allí un secretario.  Lo llamó. Se dirigió a mí.  “-Tengo –me dijo- mucho placer en conocerle.  Le había hecho preparar habitación en un hotel de que le hablé a su amigo Poirier.  No le conviene”. (Autobiografía, XIV).

 

Al poco tiempo, Darío empezaba sus labores de periodista, que desde Nicaragua conocía.  En los mesones de redacción de La Época –diario en el que colaboraban grandes plumas europeas y americanas- Darío empezó a rodearse y a ser rodeado de los mejores representantes de la intelectualidad chilena: su gran amigo Manuel Rodríguez Mendoza, el novelista Vicente Grez, Augusto y Luis Orrego Luco, Pedro Balmaceda Toro (A. de Gilbert), compañero de tantas aventuras del espíritu y de las interminables lecturas de los maestros franceses de entonces, en los que su biblioteca era riquísima, Federico Puga Borne, Alberto Blest (hijo), Julio Bañados Espinoza, Gregorio Ossa, Carlos Hübner, Pedro Nolasco Préndez, Jorge Hunneus Gana, Narciso Tondreau –cuyo libro Asonantes prologó-, etcétera.

 

Rubén era, como lo han recordado sus amigos de esos años, flaco, meditabundo, silencioso, zaheridor; lo rebelaban –entonces como siempre- la estupidez, la pacatería, las convenciones; vestía mal, a pesar de lo que recuerda en la Autobiografía, entorpecida su memoria por los años.  Estaba pobrísimo, y era un problema cada pago que debía hacer.

 

 

 

De estos años, la primera producción poética reunida es la que forma su libro Abrojos (1887) (6), que contiene un prólogo en verso, dedicado a su gran amigo Manuel Rodríguez Mendoza, y 58 (7) breves poemas que fueron brotando de los pequeños hechos cotidianos, de los mismos pesares del poeta, o de lo que oía contar, como el abrojo XVII, que se hizo famoso.  Manuel Rodríguez M. relató a Darío el suceso familiar que inspiró al poeta esta certera creación.  El hecho posee un elemento romántico, según lo han referido el mismo Rodríguez Mendoza (8) y otros autores, como Luis Orrego Luco y Samuel Ossa Borne: A ha debido romper su compromiso con determinada señorita por su conducta bohemia y desordenada.  Está un día A bebiendo aperitivos con ciertos amigos en una pastelería sita en Huérfanos con Ahumada.  Ve entrar a su ex prometida; entonces inclina el ala del sombrero y alza el cuello de su traje de modo que ella no lo vea.  El licor brilla en el cristal de su vaso.  Cuando la dama sale, A bebe el licor nerviosamente, de un sorbo, y se va.  No bien había terminado Rodríguez Mendoza de relatar el acontecimiento –se dice- cuando ya Darío ha escrito el famoso abrojo, que es indudable tiene mucho de personal experiencia y dolor sentido:

 

Cuando la vio pasar el pobre mozo

y oyó que le dijeron: -¡Es tu amada!...,

lanzó una carcajada,

pidió una copa y se bajó el embozo.

¡Que improvise el poeta!

Y habló luego

del amor, del placer, de su destino…

Y al aplaudirle la embriagada tropa,

se le rodó una lágrima de fuego

que fue a caer al vaso cristalino.

Después tomó su copa

¡y se bebió la lágrima y el vino!...

Rubén Darío dictando su autobiografía

 

 

 

 

Por entonces inicia Darío su fervorosa lectura de los escritores franceses de la época en las bibliotecas de sus grandes amigos Manuel Rodríguez Mendoza y Pedro Balmaceda Toro.  Nunca será mucho insistir en la importancia que tienen para la prosa y la poesía de Rubén –para la conquista del modernismo- la influencia, el impacto, la asimilación de esta literatura novísima en la que tiene papel director el núcleo de amigos de Darío.  Revistas las más importantes: Revue de Deux Mondes, La Nouvelle Revue, etc.; los más influyentes autores, los que tenían más audaz concepción de la prosa y del arte de narrar, o los poetas últimos sin escuelas, sin clasificaciones: Catulle Mendés, los Goncourt; Théophile Gautier, Paul Verlaine, Villiers de l’Isle-Adam, Dandet, Armand Silvestre, Maizeroy, etcétera.  Y presidiendo, aunque fuese desde un rincón, la sombra amiga del gran Hugo.

 

Una sombra cuyo recuerdo aparece siempre, sobre todo en los cuentos y procedimientos prosísticos de Azul…, es Le Nouveau Decaméron, en diez tomos, publicada en París entre 1883 y 1886, y cuya influencia en Darío –como lo hace notar A. Marasso- es capital.  El tipo de cuento francés, sintético, breve, lujoso verbal y temáticamente, ornamentado, de adjetivación brillante, novedosa y rica, finamente erótico, donde se pintan ambientes refinadísimos, salones con miniaturas, todo combinado con el soplo de lo mitológico, procede de esos diez tomos de cuentos de autores que Darío conoció.

 

Lo que leía en tales obras, lo encontraba además Darío en algunas casas o en las habitaciones de amigos suyos, como la del refinado Pedro Balmaceda, que llevaba las inquietudes del arte a la Moneda, donde residía su padre –por quien tanta simpatía demostró siempre el poeta-.  Apreció Darío el ambiente finisecular santiaguino, lleno de exquisiteces: gusto por las sedas, los marfiles, las lacas; salones suntuosos; jardines con estatuas, surtidores.  El gorjeo del ruiseñor lo llevaba el poeta en el pecho.

 

Como dice Marasso en su documentadísimo libros (9), Darío “encuentra en Chile la amplitud de la literatura europea.  Oye de más cerca el rumor del mundo.  Ve cuadros, estatuas, bronces, porcelanas, joyas.  Lee los grandes diarios recién llegados a la mesa de redacción, las obras científicas, las bellas revistas ilustradas, los libros que acaban de aparecer en Francia; hojea viejas ediciones españolas; no se le oculta nada.  Esta riqueza lo deslumbra; como Telémaco, en el palacio de Menelao, se asombra.  Piensa luego conquistarla, en llevarla a la palabra escrita.  Escudriña a los autores, vive y siente con ellos.  Él está despierto, busca su expresión, ensaya. ‘A cada uno’, escribe ‘le aprendía lo que me agradaba’.  Se inicia en las transposiciones del arte.  Ver y hacer, ver y tratar de superar es su designio; transformarse, acrecentarse.  Recoge lo modernísimo, los temas, los temas de incesante perduración, las tendencias filosóficas de diversas épocas como una realidad viva.  El vocabulario que él necesita, el adjetivo, la frase, el tono se reelaboran en su pluma”.

 

Valiosísima era la biblioteca de A. de Gilbert, el desgraciado hijo del presidente Balmaceda; “la más valiosa que haya visto a ningún joven dedicado a las letras”, ha dicho M. Rodríguez M. (10).

 

En otro sentido también le fue beneficiosa la amistad con Pedro Balmaceda.  Cuando Darío perdió su empleo en La Época, por intermedio del padre de aquél y por mediación generosa de Poirier, se le consiguió un cargo –no bien averiguado aún- en la Aduana de Valparaíso en 1887.  Lo mejor que quedó de ese raro empleo para un poeta es un cuento: El Fardo, ambientado en los muelles y acunado por los ruidos de las cadenas, las grúas y el silbar de las sirenas.

 

También le fue útil a Rubén la amistad de Eduardo de la Barra, tanto por el préstamo de sus libros –especialmente autores españoles- cuanto porque le consiguió un efímero cargo en El Heraldo, fugaz ocupación que Darío recordó en su Autobiografía: “Se me encargó una crónica semanal.  Escribí la primera sobre sports (11).  A la cuarta me llamó el director y me dijo: ‘Usted escribe muy bien… Nuestro periódico necesita otra cosa… Así es que le ruego no pertenecer más a nuestra redacción…’  Y por escribir muy bien, me quedé sin puesto” (12).

El director se llamaba Enrique Valdés Vergara.

 

 

 

Rubén Darío con su secretario Alejandro Bermúdez

En Valparaíso recibió Darío carta de Pedro Balmaceda, quien lo conminaba a participar en un concurso cuyas principales bases eran: a) doce a quince poemas de índole subjetiva, al estilo de los becquerianos; b) un cante épico a las glorias de Chile.  Terminaba A. de Gilbert: “Trabaja y obtendrás el premio, un premio en dinero, que es la gran poesía de los pobres” (13).

 

El nicaragüense se presentó en las dos secciones del concurso auspiciado por el millonario Federico Varela.  Las que hoy se conocen como Rimas se presentaron al certamen con el título de Otoñales, en número de quince: no obtuvieron el premio.  La recompensa fue para la colección de poemas que presentó don Eduardo de la Barra, composiciones de tipo retórico y académico, inferiores a las de Darío, como lo revela cualquier lectura.  De este resultado puede culparse a la poca aptitud del jurado para juzgar sobre asuntos poéticos, como dice Armando Donoso.  Lo integraban don José Victorino Lastarria, don Diego Barros Arana y don Manuel Blanco Cuartín.

 

El Canto Épico a las Glorias de Chile, en cambio, obtuvo un primer premio que compartió con la obra presentada por don Pedro Nolasco Préndez.

 

Hay que recordar aquí que don Eduardo de la Barra prestó al poeta una valiosa ayuda al hacerle conocer el aparato histórico y darle indicaciones sobre elementos épicos que debía emplear en su ágil poema.

 

 

 

Y llegamos al año 1888, año de Azul…, primera gran obra del poeta nicaragüense.

 

El material literario que entrega Azul… no fue escrito con intención de formar un libro, ni es inédito.  Con excepción del Prólogo de E. de la Barra, aparecieron todas estas composiciones en prosa y verso en periódicos santiaguinos, como hace notar Saavedra y Mapes (14), entre el 7-XII-86 y el 23-VI-88.  Los dos cuentos agregados a la segunda edición de Azul…, 1890 (El Sátiro Sordo y La Muerte de la Emperatriz de la China), y el soneto Caupolicán (o El Toqui) habían sido publicados ya en la prensa de Santiago.

¿Por qué eligió Darío ese título para su breve libro?

 

“El azul era para mí el color del ensueño, el color del arte…”, dijo alguna vez.  “L’art c’est l’azur”, había escrito Hugo, con la salvedad que hace notar Valera.  Azul –palabra o color- tenía para Rubén una significación obsesiva (15), un valor ideal, de ensueño –como él dijo-.  Lo buscado, lo anhelado, la forma que perseguía y no hallaba su estilo, eso era lo azul, “color del ensueño…color del arte”, repitamos con él.

 

En el libro Azul… no aparece la primera manifestación cuentística de Darío: su primer cuento, A las orillas del Rin, es de 1885 (16); los últimos relatos, grandes también, son producidos entre el año de Azul… y 1894.

 

Todos los cuentos de Darío nos recuerdan su primordial condición de poeta.  Con razón dice Raimundo Lida (17): “Era el poeta.  Sus críticas, sus cuentos…eran de poeta.  El elogio de Rubén Darío a su admirado Catulle Mendes bien puede aplicarse al propio Darío; él mismo, sin duda, no hubiera deseado elogio mejor.  En sus cuentos –y no sólo en los de Azul…- el movimiento de la narración llega a detenerse en súbitos remansos de lirismo y aun a desviarse tras el esplendor de ciertas imágenes”.

 

Los grandes temas narrativos de Azul… son fantasías –exceptuando El Fardo- de inspiración francesa y helénica, como La Ninfa, con alardes de intencionada erudición; con toques finamente eróticos –como en el anterior- en El Rubí; idealmente autobiográfico, El Pájaro Azul; nostálgico y basado en recuerdos reales, Palomas Blancas y Garzas Morenas. De contenido satírico dirigido a determinadas personas, testimonio de un descontento vital de entonces, El Rey Burgués (sátira, según dice Armando Donoso (18), corroborada por el propio Darío, contra el director de La Época, Eduardo Mac-Clure, La Canción del Oro, El velo de la reina Mab, El Sátiro sordo.

 

 

 

Los poemas de Azul…, especialmente los cuadros que forman El Año Lírico, se distinguen por su cromatismo, su brillantez y la agilidad de la versificación, pero en ellos no está todo Rubén.  Son los primeros pasos por el camino definitivo; no olvidemos que faltan varios años para la primera cima, representada por Prosas Profanas (Buenos Aires, 1986).

 

En los poemas de Azul… el gran tema (19) es lo erótico, y el soneto Venus, agregado en la segunda edición del libro, es, al decir del profundo Pedro Salinas, “poema verdaderamente profético” dentro de la línea erótica, una de las directrices de la lírica rubendariana.  Leamos lo que ha escrito Salinas al referirse a El Año Lírico (20): “En Azul… Rubén quiere dar cuatro visiones líricas que corresponden a las cuatro estaciones, y las titula El Año Lírico.  Dos de ellas, Primaveral y Estival, se sitúan en la selva.  Autumnal se desarrolla en una localidad más indecisa y vaga: ‘las pálidas tardes’.  E Invernal está puesta en la ciudad inverniza, en un cuarto con encendida chimenea.  ¿Cómo están definidos los cuatro tiempos del año, en esos escenarios?  Por situaciones de estado amoroso, las cuatro.  Por el amor animal, el del selvático idilio de tigre y tigresa; por la sensualidad de la floresta en una presente primavera, y las sombras de ninfas, diosas, y demás personajes tradicionales del amor, evocados en lo pasado; por la nostalgia que, en la cámara invernal, siente el poeta solitario, de la mujer que no está allí, de la que podría estar a su lado, tal y como se la describe la imaginación:

 

nerviosa, sensitiva

muestra el cuello gentil y delicado

de las Hebes antiguas,

bellos gestos de diosa,

tersos brazos de ninfa”.

 

El valor insustituible que posee Azul… es el de ser un libro inaugural.  Es un fuerte golpe de timón dado a la renovación de la prosa castellana –o a su necesidad- que se manifiesta enérgicamente quince años antes de terminar el siglo XIX.  Es libro fundamental en el proceso literario chileno, americano, castellano.  Darío sabía bien lo que Azul… significaba en este sentido: el advenimiento de la prosa rica y vibrante, sensual, colorista, brillante, de audaz adjetivación y de construcciones y giros también audaces; renovación del léxico a costa de importaciones, especialmente francesas; el galicismo es no sólo mental, como lo indica Valera en sus dos Cartas Americanas, sino que se extiende al vocabulario y sintaxis.  Toda esta prosa maravillosamente dinámica retrata un ambiente fino, cosmopolita, reforzado por la energía interna y rítmica de la frase.

 

 

 

El poeta escribió lo que se ha considerado un manifiesto (21), página en que se rebela contra lo tradicional, lo retórico y académico, e impone su nuevo credo, que es el que corre soterráneamente por Azul…: “Aborrece a los gramáticos, a los filósofos de pacotilla, a los descuartizadores de las partes de la oración, por sus disciplinas, por sus anteojos, porque aturden con sus reglas y se sientan sobre diccionarios; y no obstante es Mendes gramático consumado, puesto que no olvida nunca ser correcto y bello al escribir.  Conoce más que lo que enseña el señor profesor; tiene el instinto de adivinar el valor hermoso de una consonante que martillea sonoramente a una vocal; y gusta de la raíz griega, de la base exótica, siempre que sea vibrante, expresiva, melodiosa.  Sabe que hay vocablos maravillosamente propensos a la armonía musical.  Las letras forman, por decir así, sus cristalizaciones en el lenguaje.  Las eles bien alternadas con eres y enes, enlazando ciertas vocales, la q, y griega, son propicias a las palabras melódicas.  Hay letras diamantinas que se usan con tiento, porque, sino, se quiebran formando hiatos, angulosidades, cacofonías y durezas (…). Se necesita que el ingenio saque del joyero antiguo el buen metal y la rica pedrería, para fundir, montar y pulir a capricho, volando al porvenir, dando novedad a la producción, con un decir flamante, rápido, eléctrico, nunca usado, por cuanto nunca se han tenido a la mano, como ahora, todos los elementos de la naturaleza y todas las grandezas del espíritu…”

 

El valor de estas palabras estriba en que ellas son –como señalan Saavedra y Mapes- una anticipación de las mismas conquistas que van a representar, cuatro meses más tarde, el breve libro aparecido en Valparaíso.

 

Con Azul…, con su sola publicación, la batalla se empezaba a ganar.  Esta semilla –no arrojada al viento- sería de germinación rápida.  Tales páginas revelaban al maestro.  Darío lo fue.

 

Pero ni el libro, ni el éxito del Certamen Varela dieron dinero al poeta.  Las mismas necesidades, los mismos deseos, nunca satisfechos.  Con Razón Rubén se confiaba a ese rico reino interior.  Ya no desempeñaba el peregrino cargo aduanero y su situación era precaria.

 

Entonces decidió regresar a Nicaragua.  Antes –por fin- consiguió, por medio de don José Victorino Lastarria, cuyo recuerdo, desvaído por el tiempo y las andanzas, estampa en la Autobiografía, ser aceptado como colaborador de La Nación de Buenos Aires.  Antes de embarcarse –a principios de 1889- envió Darío su primer trabajo al gran diario del que va a ser colaborador hasta su muerte.

 

Así termina la permanencia en Chile del gran poeta.  Regresa a su país natal distanciado, por causa que no está bien precisada, del que fuera gran compañero, Pedro Balmaceda (22).  Muere este poco después y Rubén, alma de niño, sin rencores, vuelve a unir a Chile con su obra al imprimir su breve y hermoso libro, tributo a su hermano de Santiago, titulándolo con su seudónimo: A. de Gilbert (23).  Después será poeta de España, de Francia, de América, hombre cosmopolita, y el cantor, como Darío lo dice:

 

El cantor va por todo el mundo,

sonriente o meditabundo…

 


 

(1)  Acaso no esté de más recordar que esta Autobiografía contiene bastantes errores, no sólo por la distancia que separa su redacción de los hechos que en ella relata, sino por la natural idealización con que el poeta debía de mirar hacia esos años, sin olvidar, por supuesto, el material de ficción que podía integrar los recuerdos de un escritor de tanta imaginación como Darío.

 

(2)  Mayores datos sobre la llegada en la Obras Desconocidas de R.D., publicado por R. Silva Castro, Prensas de la Universidad de Chile, 1934, pp 17 y 18.

 

(3)  Se ha hablado de dos cartas del general Cañas, una para Poirier, y para Eduardo MacClure la otra; pero D. Samuel Ossa Borne sugiere que Darío sólo traía la destinada a Poirier; éste se habría dirigido a MacClure.

 

(4)  Véase Obras Desconocidas de R.D., pp 20 y 21.

 

(5)  Obras Desconocidas…, p. 19.

 

(6)  Abrojos apareció gracias a una irregularidad presupuestaria, pues M. Rodríguez Mendoza cargó el valor de la edición “a una partida de la ley de presupuestos, destinada a imprimir obras”, pero de otra índole, A. Donoso,  R.D. Obras de Juventud, Nascimento, 1927, p.49.

 

(7)  A estas 58 composiciones hay que agregar cuatro más, que R.D. publicó en La Época.

 

(8)  La Tribuna, 1° de octubre, 1888.

 

(9)  R.D. y su Creación Poética.  Biblioteca Nueva, Buenos Aires, s.a., p. 23.

 

 

(10)  Cit. por A. Donoso, R.D. Obras de Juventud, Nascimento, 1927, p.52.

 

(11)  Dato inexacto.  Sobre deprotes versó la sétima de las ocho crónicas de Darío en El Heraldo.  Y todavía después de la última aparecen en sus páginas La Canción del Oro (1-6-1888), y un soneto en memoria de Lastarria (16-6_1888).  Véase Silva Castro, ob. cit., pp 30 a 33.

 

(12)  Autobiografía, p.16.

 

(13)  Reproducida por Darío en el libro que consagró a su amigo, titulado A de Gilbert, publicado en Centroamérica, y que puede verse recopilada en la publicación de A. Donoso, R.D., Obras de juventud, Nascimento, Santiago, 1927.

 

(14)  Obras Escogidas de R. D. Publicadas en Chile, t. I (el t. II pereció en un incendio cuando ya estaba para salir a la venta), Santiago de Chile 1939, p. 117.

 

(15)  Lo prueba su aparición frecuentísima.

 

(16)  Publicado en El Porvenir de Nicaragua, Managua, junio 14 de 1885, año XX, era V, núm. 5.  Para conocer los cuentos de Darío, véase la edición de Cuentos Completos de R.D.,  Biblioteca Americana, FCE., México, 1950.  Edic. y notas de E. Mejía Sánchez; estudio prelim. de Raimundo Lida.

 

(17)  R.D., Cuentos completos, edic. cit., p 9.

 

(18)  Dice el citado autor que en una conversación desarrollada en París, se mencionó a MacClure, y él le nombró el famoso cuento, a lo que respondió Rubén: “Todas mis pobrezas, todas mis angustias y expoliaciones de entonces están sufridas y vengadas en él”, R.D., Obras de Juventud, p. 66.

 

(19)  Para los temas poéticos de Azul, véase Pedro Salinas, La Poesía de Rubén Darío, Buenos Aires, 1948, cap., III, pp. 47 a 51, passim.  Y la obra de consulta fundamental, Obras desconocidas de R.D., Escritas en Chile, por Raúl Silva Castro, pp. 54 a 76.

 

(20)  Salinas, ob. cit., pp. 55 y 56.

 

(21)  Catulle Méndes, Parnasianos y Decadentes, artículo publicado en La Libertad Electoral, abril 7, 1888, cit. por Saavedra y Mapes, ob., cit., pp. 129 a 132.

 

(22)  Darío se alejó de Chile el 9 de febrero de 1889, en el Cachapoal.

 

(23)  Puede leerse esta obrita en el ya citado libro de Armando Donoso,  R.D., Obras de Juventud, Nascimento, Santiago, 1927, pp. 354 a 410.