R A B E L A I S

U n   h u m a n i s t a   b u r l ó n


 

La literatura fantástica suele adoptar unos tintes trágicos y tenebrosos.  Pero ello no le impide ser, algunas veces, cómica, pintoresca e incluso desenfadada.  Uno de los máximos ejemplos de esta faceta festiva de lo fantástico es la obra de François Rabelais.

 

El 3 de Noviembre de 1532, ese gigante de la literatura puso a la venta, en la feria de Lyon, la obra titulada "Horribles y espantables hechos y proezas del famosísimo Pantagruel", que estaba  destinada a obtener un éxito sin precedentes.  Hasta tal punto, que al cabo de dos años, día por día, Rabelais regresó a la feria de Lyon  con "La muy horrorosa vida del gran Gargantúa, padre de Pantagruel".

 

Nuestro autor no se limitó a esto, ya que las aventuras de Pantagruel y de sus ilustres compinches, entre los que destaca el pícaro Panurgo, seguiría deleitando a sus contemporáneos en tres libros más (el último de los cuales fue publicado póstumamente).

 

Rabelais era hijo de un notable de la región de Touraine (en el corazón de Francia).  Nació en 1494 en La Deviniere, cerca de Chinon, una casita encantadora que aún actualmente se puede visitar.  Cuando era muy joven, con escasa convicción y nula vocación, fue ordenado sacerdote; pero, ¿qué otro medio tenía el último retoño de un burgués de provincias para acceder a la cultura?

 

Durante toda su vida, por otra parte, Rabelais no dejó de litigar con la Iglesia, sobre todo con la todopoderosa Sorbona, la cual, como celosa guardiana del dogma, perseguía sin tregua a los intelectuales demasiado curiosos o demasiado independientes.

 

En aquel momento, Rabelais abrazó ya con gran entusiasmo la causa del humanismo.  Mantuvo fecundas relaciones con las mentes más brillantes de su época, descubrió maravillado la cultura de la Antigüedad y la filosofía griega, se apasionó por las ciencias naturales y sobre todo por la medicina, pero también la alquimia, como era frecuente en aquella época, ocupó buena parte de su tiempo.  Aunque su Pantagruel y su  Gargantúa aparecieron formados por un tal "Alcofribas Nasier" (anagrama de su propio nombre) sus demás obras llevaban la firma de "François Rabelais, doctor en medicina".

 

Su actitud irrespetuosa respecto a los eclesiásticos y la ferocidad de sus caricaturas teológicas, hicieron que escapara por poco de la hoguera de la Inquisición.  Cuando murió en París, en abril de 1553, había tenido graves problemas por esta causa (es posible que llegara a ir a la cárcel), y había visto censurar con suma severidad su cuarto libro de la serie Pantagruel.

 

Aficionado a la buena comida y al buen vino, y dotado de un apetito vital y de una glotonería literaria sin precedentes, Rabelais se erigió, a través de sus obras, en heraldo de la Francia pagana, aquella que, sobre todo en el campo, se había resistido siempre a aceptar el cristianismo y había conservado su devoción por las divinidades autóctonas.  Estas, por cierto, solían presentar unas características bastante incompatibles con las normas cristianas.

 

 

Gargantúa, grabado del siglo XVI.

En cuanto al gigante Gartgantúa, era conocido  en toda Francia desde la Edad Media, mucho antes de que se lo apropiara Rabelais.  Gargantúa era, según la tradición, hijo de Belenos, dios solar de la más antigua mitología céltica, al que se ha comparado con Apolo.  Venerado universalmente por su bondad, su fuerza y su voracidad legendarias, Gargantúa constituía verdaderamente el santo patrón de una Francia reacia a las enseñanzas de la Iglesia, donde tanto la élites como las clases populares sólo aspiraban a liberarse del yugo de la nueva religión.

 

Rabelais exaltó y metamorfoseó las tradiciones populares de esa Francia primitiva y pagana con una prodigiosa imaginación y una asombrosa erudición.  Efectivamente, hay que señalar que en su obra lo fantástico es primordialmente literario y verbal.  Existe en el estilo de Rabelais un “gigantismo” que quizá sólo pueda parangonarse con el de un Joyce; su pasión por el vocabulario le conduce, no sólo a agotar los recursos de la lengua francesa y de los diferentes dialectos y a recurrir a lenguas extranjeras (muertas y vivas), sino a crear constantemente palabras nuevas de irresistible efecto cómico.

 

Pantagruel, grabado del siglo XVI.

 

Se comprende, por tanto, que Rabelais fuera capaz de dar cuerpo, con tanta facilidad y naturalidad, a las obscenidades más fantásticas, sobre todo en los primeros libros de Pantagruel y  Gargantúa, que en muchos aspectos constituyen una epopeya panteísta donde incluso las funciones fisiológicas aparecen engrandecidas y magnificadas.

 

 

Pero la imaginación de Rabelais abordó también otros aspectos de la realidad, algunos de ellos muy intelectuales.  En el tercer libro, a propósito de la indecisión de Panurgo acerca de si debe casarse o no, Rabelais despliega una serie de paradojas filosóficas y teológicas en que la truculencia alterna con la sutileza.

 

No hay que olvidar que en el prólogo de Gargantúa, el maestro Alcofribas Nasier, “abstractor de quintaesencias”, invitaba al lector a captar la verdadera médula de sus historias divertidas y risueñas.  Las aventuras de Gargantúa y de Pantagruel, bajo el hábito de una fantasía desorbitada, albergan muchas lecciones de buena política y de excelente moral.

 

Así, cuando en el cuarto libro Pantagruel y sus inseparables compañeros navegan por el Océano y visitan algunas islas sorprendentes (por ejemplo, aquella donde se libra la batalla de las Salchichas y de las Morcillas), hemos de ver en esta aventura una sabrosa mezcla entre la tradición del viaje mítico (emparentado con la Ilíada y recreado por los romances del Rey Artús y las sagas escandinavas) y la tradición del viaje filosófico, que sería llevada a su cima por Jonathan Swift, otro extravagante y cómico maestro de lo insólito.

 

 

Detalle de un cartel de Jacques Robida, creado para una edición de las obras de Rabelais (finales del siglo XIX).

 

Estampa popular de principios del siglo XIX.  El estilo fantástico de Rabelais procede de la mitología popular francesa y de la especulación filosófica, pero también de la pura imaginación literaria.

 


Extraído de Maestros de lo insólito, publicado en 1981 en el semanario Lo inexplicado.