C u e n t o s   d e

P e d r o   U r d e m a l e s


 

 

 

 

"En una choza situada en la rivera del caudaloso río Maule, en la lluviosa noche de San Juan, el 23 de junio de 1701, ha nacido Pedro Urdemales".

 

El origen de Pedro Urdemales  puede remontarse a los relatos orales de la Edad Media Europea convirtiéndose con el tiempo en una figura universal que recibe distintos nombres, tales como "Mal Urde", "Malas Artes", "Urdimalis", "Urdimale", "Ulimán", "Undimale", "Ulimali", "Pedro de Urdemales", etc.

 

Afincándose en la España Clásica, ya existe un registro escrito del siglo XVI del poeta y músico Juan de la Encina titulado ·Libro de Consejas de don Pedro Urdemales".

 

Siempre fue retratado como un embaucador, hombre de mil oficios y proverbial ingenio con el que engatusaba a sus arrogantes víctimas.

 

El tiempo tiene su marcha, y en la mayoría de los países donde habitó el pícaro y diablo Pedro Urdemales, las personas lo han olvidado de a poco.  Sin embargo,  es en el cono sur de América donde se ha resistido porfiadamente al olvido y su nombre aún resuena en el imaginario de la gente, decir Pedro Urdemales es decir "tretero", "burlador", "invencionero", "pillo", "gran enredador".

 

Los siguientes tres cuentos son, posiblemente, los más populares de Pedro Urdemales y fueron recopilados en Talca en 1911 de voz de la señora Beatriz Montecinos de San Antonio, Linares, que a la sazón contaba con 50 años y publicados en 1925 por  Ramón Laval.

 


 

 

 

Los chanchos empantanados


 

 

Esta era una vieja que tenía un hijo muy diablo llamado Pedro Urdemale, que salió un día a buscar trabajo donde un caballero que le dijo que tenía necesidad de un hombre que le cuidara unos chanchos, y le encargó que no los pasara por un barrial que había cerca.  Pedro dijo que pondría mucho cuidado y que no los pasaría por ahí.

 

Hacía como tres días que cuidaba, y urdió echarlos allá para hacer negocio.

 

Pasó un caballero y le preguntó si acaso vendían chanchos, Pedro le dijo que tenía orden de vender los que le comprasen; pero con una condición, que le dejasen las colas.

 

Se hizo el negocio y el caballero se llevó los chanchos, sin cola, como Pedro les había dicho.

 

Entonces Pedro tomó las colas y las ensartó en el barro y después se fue donde el patrón, fingiéndose muy asustado, a decirle que los chanchos se le habían ido al barrial y no los podía sacar.  El caballero se fue con él a hacer que los sacara, y le decía por el camino: - ¡Tanto que te encargué que no los pasaras por aquí!

 

Llegaron al barrial, y Pedro se hacía que tiraba con harta fuerza de las colas, y como salían solas, decía: - ¿No ve, señor?, los chanchos se han enterrado tanto en el barro que la cola se les corta de tanto que las tiro.

 

Así fue tirando todas las colas hasta que no quedó ninguna.

 

Entonces el caballero le dijo que no lo tenía más a su servicio, le pagó los tres días que le debía y lo echó.

 

Pedro Urdemales se fue muy contento con la platita que le dio su patrón y la que había recibido del caballero que compró los chanchos, y decía: - Ya voy saliendo bien; ¡tan lesito que esta maire! -  Y siguió andando por un camino en que se puso a hacer su necesidad.

 

 

 

 

La perdiz de oro


 

 

 

En esto estaba cuando vio venir un caballero montado en un muy buen caballo; y apenas tuvo tiempo de levantarse, amarrarse los calzones y ponerle el sombrero encima a lo que acababa de dejar en tierra.  El caballero le preguntó:

 

- Pedro ¿ qué estás haciendo ahí? – Y Pedro le contestó:

 

- Estese calladito no más, señor; usted no sabe lo que estoy cuidando.

 

- ¿Y qué es lo que cuidas? – dijo el caballero.

 

- Es una perdicita de oro que vengo siguiendo de puallá, muy lejos, y no tuve más como pescarla que ponerle el sombrero encima, y no halló cómo sacarla.  Entonces le dijo el caballero:

 

- Ven acá; dámela hombre;…pero yo tampoco tengo dónde ponerla.  Hombre, anda a mi casa a buscar una jaula.

 

- ¿Y adónde es su casa, patrón? – Le preguntó Pedro.

 

 
 

- Anda camino derecho unas diez cuadras y después tuerces a la izquierda y la primera casa que veas, esa es la mía; golpeas y pides la jaula.

 

- ¿ Y cómo voy de a pie tan lejazo, pues, patroncito?  Me demoro mucho – Le dijo entonces Pedro.

 

- Vas en mi caballo, pues, hombre.

 

- ¿Y cómo voy en cabeza y sin manta con este solazo que hace? – volvió a decir Pedro.

 

- Ponte mi sombrero y mi manta – replicó el caballero, y se los pasó.

 

Salió entonces Pedro muy contento, yendo bien aperado y hasta con caballo, y dejó al caballero cuidando la perdiz y esperando la jaula.

 

Pasó un buen rato; y viendo el caballero que Pedro no volvía y que se hacía tarde, hizo empeño en tomar la perdiz y puso mucha atención para que no se le escapara.  Al fin levantó una puntita del sombrero y metió la mano con toda ligereza para coger la perdiz; pero en lugar de tomarla se engrudó toda la mano con meca.  Ya estaba un poco oscuro y no vio lo que era, y para asegurarse con qué se había untado la mano, se la llevó a las narices.  De la rabia que le dio, hijito de mi alma, sacudió la mano con toda fuerza y se pegó tan feroz golpe en una piedra que, sin querer, del dolor se llevó la mano a la boca y se chupó los dedos.

 

Después el caballero se fue rabiando en contra de Pedro, y Pedro por allá decía: - No me va yendo muy mal en las diabluras que voy haciendo!-

 

 

 

 

El raudal


 

 

 

A poco que anduvo llegó a un río por el que iban pasando tres caballeros.  Entonces él se bajó del caballo para el lado en que había un raudal, diciendo: - Aquí voy a hacer lesos a estos tres caballeros.

 

Luego los caballeros se acercaron a Pedro y le preguntaron:

 

- ¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?

 

- Señor, estése calladito, que estoy sacando plata de este raudal – y le muestra en la manta la plata que le habían dado por la venta de los chanchos, y les dice que de una sola zambullida que había hecho en el agua había sacado toda esa plata.

 

Uno de los caballeros, codiciosos, se interesó a sacar plata y le dijo:

 

- Mira, Pedro, déjame botarme yo y sacar más por una vez.

 

Pedro le contestó.

 

 

 

- Señor, no le tenga interés a esto, porque yo soy más pobre que usted.

 

El caballero porfió a entrar y le dijo que entraba a sacar un poco no más.

 

Por fin, que Pedro le dijo:

 

- Patroncito, entre, pero salga luego.

 

El caballero le preguntó:

 

- ¿Cómo te dejas caer tú?

 

- Señor, - le contesta Pedro – yo me dejo caer de cabecita para abajo; pero sáquese siquiera la manta y las espuelas, no se vaya a enredar y se ahogue.

 

El caballero se sacó sus prensas y se dejó caer y luego pasó por una corriente que sólo Pedro veía y lo arrasó.

 

Viendo que no salía el caballero, Pedro les decía a los otros:

 

- El caballerito no me va a dejar na de plata, porque se va demorando mucho adentro.

 

 

 

 Entonces le dijo el otro:

 

- Pedro, yo voy a buscarlo y no me interezco por la plata -   Y se dejó caer y sucedió lo mismo que con el otro, que pasó por la corriente y se lo llevó.

 

Ya después no llegaba ninguno de los dos, ni el primero ni el segundo.  Entonces dijo el tercero:

 

- ¡Qué buena estará la vetita!  Yo voy, Pedro a buscarlos y si traemos, te damos la mitad.

 

Se dejó también caer y luego Pedro lo volvió a pasar por la corriente.

 

Dijo Pedro entonces:  -  Ya ahora me voy con los tres caballitos de tiro y aperadito de un todo: mantas, espuelas ¡y la haldaíta de plata!