P E D R O   B A L M A C E D A   T O R O

( 1 8 6 8 - 1 8 8 9 )

Chincol de raro plumaje que muy temprano levantó su vuelo


p o r   E u g e n i o   B a s t í a s   C a n t u a r i a s

   

 

 

 

Eugenio Bastías Cantuarias es Diplomado en Gestión Cultural, músico, escritor y miembro de la Sección Folclore dependiente de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía.

 


 

 

 

 

Pedro Balmaceda, hijo del Presidente más moderno de su siglo y, por lo mismo, orlado de laureles, pero también manchada su memoria de dicterios, falsedades y oposiciones furibundas, es la frágil figura que puede reconocerse como el protector de los inicios seminales del modernismo literario en el mundo. En efecto, prácticamente sus últimos tres años de vida, Pedro transitó las veredas estrechas e incómodas del arte junto a una personalidad, en camino, para ese entonces ignoto, hacia un futuro esplendoroso de la poesía mundial: Rubén Darío. Éste, todo silencio y timidez, llega a Chile, más precisamente, arriba a Valparaíso en julio de 1886, y menos de un año después se lo ve atravesando las gruesas puertas de La Moneda para dirigirse al gabinete de trabajo de su nuevo amigo, el hijo mayor del entonces Presidente de Chile.

 

Dejemos ver en las palabras salidas de la propia pluma de Darío, cómo eran aquellas reuniones en el viejo palacio:

 

“Yo le iba a ver con frecuencia; a leer, a 'hacer onces', en el día; a tomar el té, en la noche.

 

Entrando por la puerta principal al Palacio de La Moneda, se subía una escalera, a la izquierda, -al pie de la cual se paseaba un granadero, el arma al brazo,- se iba rectamente pasando frente a la puerta del despacho del Presidente de la República, se torcía a la derecha, y se encontraba entre varías, tras una crujía de piezas, a unos cinco pasos, una puerta con vidrios deslustrados. Era la del gabinete de Pedro…”

 

Época de profundas transformaciones políticas y sociales, con un Gobierno que impulsaba enormes cambios y se levantaba, a través de las obras públicas, como un gran dinamizador de la economía, del bienestar y, cómo no, de los movimientos artísticos. Con un periodismo fuerte y diverso –el mismo que contribuyó en gran medida a prohijar las mentiras sobre el Presidente que le convenían a una inmanente oligarquía golpista, aquella que se reproduce en todos los tiempos de nuestra historia, bien lo sabemos desde hace cuarenta años-; con un respeto, bien o mal ganado, para Chile en el continente y con una parte sana de su élite abierta al mundo de las ideas y de la creación en todas las artes conocidas. Esta es la locación de nuestro personaje, instalado en la posición expectable que le brindaba el poder de su familia y el sentido de construcción de una cultura nacional, aunque anclado aún a esquemas importados, principalmente de factura parisina. Pero no por ello exclusivamente dependiente del modelo europeo. Porque uno de los protagonistas de esta amistad que vamos desvelando, el poeta desarraigado y en corral nuevo, nos sigue contando exquisitos detalles de su amigo:

 

 

 

“Un pequeño y bonito cuarto de joven y de artista, ¡por mi fe!

 

Paréceme ver aún, a la entrada, un viejo pastel, retrato de una de las bisabuelas de Pedro….Fija tengo en la memoria una reproducción de un asunto que inmortalizó Doré….Cerca de este pequeño cuadro, un retrato de Pedro, pintado en una valva, en traje de los tiempos de Buckingham…..En panoplia,….llamando la vista, el [retrato] de D. Carlos de Borbón, vestido de huaso chileno….En todas partes libros, muchos libros, libros clásicos y las últimas novedades de la producción universal, en especial la francesa….Un ibis de bronce,…estiraba su cuello inmóvil, hieráticamente. Era una figura pompeyana auténtica, como un césar romano que le acompañaba.

 

Cortaban el espacio de la habitación, pequeños biombos chinos bordados de grullas de oro y de azules campos de arroz, espigas y eflorescencias de seda”.

 

 

Muy europeizado era el ambiente, pero no podemos negarle un cierto eclecticismo, con aquel gusto por los ornatos del oriente, junto a “japonerías de estilo” como se solía decir.

 

La risa también estaba presente en esas tertulias ya míticas, pero este tan simple y humano ejercicio le costaba su trabajo al príncipe enfermo, el primogénito del Presidente. Saboreemos un poco más estas entrañables escenas en una sala de nuestro neoclásico Palacio de Gobierno:

 

 

 

“No olvidaré en toda mi vida -porque si de la memoria se me borrasen las tendría presentes en el corazón- las noches que en ese habitáculo del cariño y del ingenio pasé, cuando el cólera en 1887 vertía en la gallarda Santiago sus venenosas urnas negras. El té humeaba fragante; en el plaqué argentado chispeaba el azúcar cristalina; la buena musa juventud nos cubría con sus alas; la charla desbordante hacía tintinabular campanillas de oro en el recinto; pasaba afuera el soplo de la noche fría; dentro estaba el confort, la atmósfera cálida y las ondas áureas con que nos inundaba la girándula del gas; y una ilusión viene y otra ilusión va; un recuerdo, un verso, un chisporroteo; a veces casi hasta la media noche, hasta que un recado maternal llegaba: “Ya es hora de que te duermas”. Entonces aplazábamos el tema comenzado, nos despedíamos, y más de una vez, a eso de la media noche, rechinaron los pesados cerrojos de las enormes puertas del Palacio de La Moneda, dando paso a dos personas. ¡El fie1 y viejo servidor de la casa iba a acompañarme, allá lejos adonde yo vivía, a la calle de Nataniel!”

 

¡Allá lejos, a la calle Nataniel, sólo a dos cuadras de Palacio! ¡Qué relación tan disímil con las distancias, respecto de hoy, una era de comunicación instantánea merced a una red mundial, alámbrica e inalámbrica!

 

También hubo excursiones a la ciudad practicadas por estos dos jóvenes, el uno rubio y jorobado, el otro moreno y pequeño, que nos dejan un memorable retrato del Santiago de fin de siglo, de la inspiración de Rubén. Vale la pena poner el párrafo completo de tan bello retrato “a la pluma”:

 

“En las tardes de primavera, cuando aun el otoño con sus melancolías grises acaba de desaparecer, y los árboles hojosos de la Alameda, con traje nuevo, se enfloraban, acostumbrábamos ir al Parque Cousiño, a proseguir nuestra incorregible tarea de soñar y divagar. Íbamos en uno de esos coches que allá nombran “americanos”, cerrados, mas con vidrios que dejan campo a la vista por todos los cuatro puntos. Se le ordenaba al cochero ir paso a paso. Cada vez en el viaje teníamos cuadros e impresiones nuevas, ya en los lados de la Alameda, donde se estacionan los carruajes, transeúntes, vendedores de frutas con sus cestos, los de helados con sus botes de hojalata en la cabeza, cada cual canturreando su melopea especial; un fraile, rara avis, los brazos cruzados y la cara limpia al rape; una desgraciada, -manera tan considerada y sutil de Darío para nombrar sin señalar con el dedo a una “trabajadora sexual”- envuelta en su manto, dejando ver la faz llena de afeites, un florero que ofrece sus ramos frescos; o allá, siguiendo por la calle del Ejército Libertador, la fachada de las casas ricas; los carruajes particulares a las puertas; las lindas damas apenas entrevistas en las rejas, o en los peristilos y entradas de los palacetes. Y entre todos éstos, la morada de la millonaria señora de Cousiño, opulenta y envidiable, con su entrada elegante, sus alrededores floridos, sus panneaux pintados por Clairin, sus retretes que nada tienen que envidiar a un interior parisiense, su comedor entallado y valiosísimo, y sus obras de arte, entre las que impera un Guido Reni, soberbio desnudo inestimable. Y así, yendo a lo largo de la extensa calle, y tras dar vuelta a una plaza, torcer y pasar por la Artillería, llegábamos a las puertas del parque”.

 

 

 

Balmaceda hijo era parte, por cierto, de un enjambre de jóvenes que corrían tras el ideal de la belleza y la creación excelsa en todas las artes. Una generación que, al decir de un historiador, no era “un batallón que cierra filas”, “una banda de amigotes inseparables, una patota indivisible”; sí era un grupo humano que confluía a ciertos núcleos, sobre todo al alero de una prensa muy activa, en colmenas inquietas por la vida cultural.

 

 

Las inclinaciones literarias de Pedro se dieron a conocer muy temprano en la vida. “Al alba despertaron las alondras”, agrega el amigo íntimo y poeta modernista. Muy pronto comenzó a trabajar la cantera de su talento dedicando su vida al estudio, al comentario periodístico, a la crítica de arte, a los cuentos breves. Pero para su amigo nicaragüense, era Pedro un poeta a quien con mayor propiedad podría aplicársele el calificativo de Hamlet: “dulce príncipe”.

 

 

Sabio para sus pocos años, dominaba varios idiomas sin haber podido viajar debido a su salud y al estado calamitoso de su cuerpo: debilidad constante y cuerpo deforme, que incluía una breve joroba que le dejó un accidente acaecido por allá en la infancia. “¿Quién escribía sobre arte en ese tiempo sino él?”, nos declara, tajante, nuestro informador de primera mano.

 

 

Pedro fue el padrino de la primera obra de Darío editada en Chile: “Abrojos”, que recibió la sanción bastante cauta del propio autor, pero que le abrió las puertas de los cenáculos de la capital chilena. Él, un pobre poeta que trataba de ganarse la vida como periodista, compartía alojamiento –“allá lejos…a la calle Nataniel”- y la siempre escasa merienda del artista con el escritor y colega Manuel Rodríguez Mendoza, el posterior editor de todos los trabajos de Pedro, por encargo del Presidente.

 

 

 

Rodríguez Mendoza nos abre los ojos a la multiplicidad del quehacer de Pedro, porque no sólo dedicaba sus días -más bien noches- a la literatura, a la crítica de arte, sino que mostraba interés en practicar como ejecutante otras artes: aprendió a dibujar con lápiz y pluma, recibiendo lecciones para combinar colores al óleo; también, con el gran escultor Nicanor Plaza, desarrolló el modelado en greda, dibujando, pintando y esculpiendo, según Mendoza, como un aficionado con futuro. Y en esto de la multiplicidad de intereses y vocaciones, tampoco dejó de mano la música, cantando en voz baja pero muy afinada, según sus amigos, y tocando al piano, con refinado gusto, trozos de Carmen, Mignon, Gioconda, Hebrea, Aída y otras partituras.

 

Pero el tema de fondo de la sinfonía de la existencia de Pedro era la fragilidad de su cuerpo y la susceptible naturaleza de su organismo:

 

“Ya debo deciros que en toda aquella vida, hoy acabada, -nos habla Darío, una vez recibida la funesta noticia de la muerte de su amable protector en Chile- que en toda aquella aurora, hoy extinguida, había un fondo oscuro: la enfermedad”….“Él, en las crisis de su enfermedad sufría insomnios, esos crueles insomnios que nos hacen desfallecer, miedos nocturnos como los que tienen los niños, ahogamientos que no le dejaban en paz”.

 

En su breve paso por Chile, pero no menos fecundo ni útil a nuestros intereses por ver la sociedad de aquellos tiempos, el padre del modernismo nos permite echar mano de unas cuantas ironías aplicables a las pasiones, altas y bajas, de aquel tiempo. Nos cuenta Darío que a Pedro

 

“la neurosis le hacía padecer con duros padecimientos”.

Agrega un dato muy apreciable que nos posiciona en forma muy realista en la época:

 

“Los que no lo sepáis, sabed que la neurosis, el mal del siglo, tiene muy extendidos sus dominios”.

Y añade algo, decimos nosotros, tan vigente hoy como la nieve de la cordillera:

 

“De la neurosis, como congoja del alma, están libres los estúpidos con su cretinismo. Esos comerciantes cacoquimios, esos rentistas con barriga de cucurbitáceos, no la padecen, no la pueden padecer”.

 

Un ensayo de una carga de caballería realizado en el Parque Cousiño, donde se llevaba a efecto una preparación para la parada militar de 1889, le provocó a Pedro el paro cardíaco que le hizo emprender el vuelo hacia otras tierras de sus ensueños. Pero el asma, la tuberculosis y las deformidades de su cuerpo no lograron vencer sobre su destino de “dulce príncipe” de las artes.

 


 

Bibliografía Consultada

 

Balmaceda Toro, Pedro (A. de Gilbert). Estudios i ensayos literarios. Santiago: Imp. Cervantes, 1889.

 

Darío, Rubén. A. de Gilbert. San Salvador: Imp. Nacional, 1889.

 

Silva Castro, Raúl. Rubén Darío a los veinte años. Santiago: A. Bello, 1970.

 

Vicuña, Manuel. El París americano. La oligarquía chilena como actor urbano en el siglo XIX. Santiago: U. Finis Terrae y Museo Histórico Nacional, 1996.