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T R E S
I M Á G E N E S
D E
M I G U E L H E R N Á N D E Z
p o r V i c e n t e S a l a s
V i ú
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Vicente Salas Viú, (Madrid, 1911-Santiago de Chile, 1967)
Musicólogo español. Fue discípulo de R. Halffter y desarrolló
una importante labor como crítico musical. En 1939 se instaló en
Chile. Escribió tratados sobre música española y chilena (Músicos
modernos de Chile, 1943) y sobre teoría musical (Música y
creación musical, 1966).
Conocí a Miguel Hernández al
poco tiempo de su llegada a Madrid desde Orihuela. Una tarde,
en el invierno de 134, apareció Bergamín en la redacción de la
revista “Cruz y Raya” lleno de entusiasmo por un nuevo
original. Si mal no recuerdo, se lo había entregado Pablo
Neruda, que por entonces dirigía en Madrid los cuadernos
“Caballo Verde para la Poesía”. El original era de un auto
sacramental pleno de opulencia barroca calderoniana, espejo de
una extraordinaria maestría, y lo había escrito un poeta
desconocido de provincias, con poco más de veinte años. Fue la
primera obra publicada de Miguel Hernández. Se dio íntegra en
“Cruz y Raya y en aquellos suplementos en papel de color que
caracterizaron a la revista.
Como Serrano Plaja, Sánchez
Barbudo, Antonio Aparicio, Herrera Petere, Lorenzo Varela y los
demás escritores de nuestra generación –en verdad, una
generación frustrada en el destierro-, yo hacía mis primeras
armas, con los ojos abiertos a los valores que se nos iban
incorporando. La obra de Miguel Hernández me llenó de pasmo.
Por su arrebato lírico, no menos que por el dominio de la forma,
en la tradición del más deslumbrante teatro clásico español. Me
impresionó en Miguel Hernández casi lo mismo que por entonces
sólo me impresionaba Calderón: la admirable retórica, el amplio
y abigarrado estilo, el descomunal teatro y, no obstante todo
esto, el calor humano de los caracteres y pasiones en escena.
Ni que decir tiene que cuando
conocí en persona a Miguel Hernández su ser contradecía en
absoluto la imagen que me había formado de aquel auto
sacramental. Era un muchacho silencioso, quizás tímido, con más
estampa de labriego que de literato. Claros, redondos, ingenuos
los ojos, en un rostro también redondo y arrebatado de color.
Llevaba la cabeza rapada y se vestía con un chaquetón y
pantalones de pana (lo que en Chile se llama “diablo fuerte”),
como campesino en día de fiesta. Ya se hablaba de él como del
caso prodigioso de un rústico pastor vuelto poeta, y tomé su
atuendo por afectación. Nuevo error de que me vi libre apenas
cambiamos las primeras palabras. Él era así, sencillo, una
fuerza natural, sin subrayados. Junto a esto, un profundo
conocedor de nuestra literatura clásica, que había materialmente
devorado. Tampoco hacía gala de este conocimiento en el que nos
sobrepasaba a los demás escritores de su edad.
El año 1934 fue el primero
entre los henchidos de grandes pruebas para los españoles de
este tiempo. Miguel Hernández salió de él maduro para la obra
de poeta y para la acción plena de hombría que pronto iba a
reclamarle la crisis histórica en que se pusieron a contribución
todas las energías de nuestro pueblo. |
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Pocos meses antes de estallar
la Guerra de España, se había constituido una asociación de
escritores y artistas en una sala del Ateneo. En aquella
reunión –donde por última vez vi a García Lorca-, los jóvenes
escritores nos agrupamos al lado de figuras como la nombrada,
Alberti, Bergamín, Luis Cernuda y Emilio Prados, un poco menos
jóvenes que nosotros y ya valores consagrados, para proclamar
unos claros fines ante el mundo convulso que nos rodeaba. En
Julio de 1936, la sociedad de escritores tuvo su primera sede en
un palacio del Paseo de la Castellana que puso a su disposición
el Gobierno. En el hervidero de aquellas reuniones, de las que
surgieron las hojas literarias de “El Mono Azul” y los
periódicos de las milicias populares, así como la movilización
de los escritores junto a los voluntarios de aquellas milicias,
me encontré con Miguel Hernández con mucha mayor frecuencia que
lo había hecho en los dos años anteriores.
Trabajó en unidades del
ejército, después de un batallón de fortificaciones para la
defensa de Madrid, ya próximo noviembre y el cerco de la
capital. Por último, partió hacia un sector del frente
madrileño con Antonio Aparicio, que fue el primero entre
nuestros heridos.
En los versos que aparecieron
aquel año en hojas volanderas militares, Miguel Hernández se
había desceñido la retórica calderoniana de su primera
producción para abrir cauce a su vena de poeta áspero,
tumultuoso y perfecto en la furia de sus imprecaciones. Era el
grito de las trincheras, el monótono paso de los soldados de uno
a otro frente, la espera alerta del dinamitero antitanquista, el
vuelo de los pájaros o el rumor del arroyo lejano sobre el
campo, en silencio después del combate; el clamor de lo
airadamente vivo en la cercanía de la muerte. Muchos de
aquellos versos fueron recogidos en el libro “Viento del
Pueblo”, donde está lo mejor del poeta y del hombre que fue
Miguel Hernández. |
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La tercera imagen que conservo
de Miguel Hernández se identifica con la de su muerte. Es la
del vacío, rodeado de angustia, de su presencia entre los
escritores que, escapados la mayoría de campos de concentración
y todos “sin papeles”, nos reuníamos en París, en casa de Corpus
Barga durante los meses que siguieron al fin de la guerra. Lo
habíamos perdido todo, pero no la esperanza en un futuro que
reparase los injustos males del momento. Otra vez en contacto
en aquel cálido refugio que nos brindaba Corpus Barga,
cambiábamos planes y proyectos, procurábamos orientarnos para la
dolorosa dispersión inminente, para hacer que ésta sólo
existiese en lo físico.
Allí estaban Alberti, Bergamín,
Cernuda, los mismos que nos habíamos agrupado antes de la guerra
y que habíamos hecho ésta juntos. Los mismos, menos algunos.
Antonio Machado, agonizaba en el exilio. García Lorca había
sido fusilado en Granada. Antonio Aparicio estaba refugiado en
la Embajada de Chile en Madrid. De Miguel Hernández no sabíamos
más que se había quedado en España, sin poder salir ni encontrar
donde acogerse. Por eso, hacía él en primer término se
encaminaron nuestras ansiedades. Estaba en peligro. Había que
salvarle.
Se nos dijo (alguien que fue de
los últimos que le vieron había dicho), que pensaba salir de
España hacia Portugal, atravesar a pie la frontera para buscar
después cómo llegar a Francia. Era saltar de un peligro a
otro. Estábamos bien informados del celo de la policía
portuguesa contra los derrotados españoles.
Muy pronto fue confirmada la
noticia de su prisión. No tardaron tampoco en llegar las de su
quebrantada salud. Era de temer que no soportara los rigores de
la cárcel. Nuestras gestiones tomaron un rumbo concreto. En
honor de la verdad debe decirse que encontramos la más amplia
comprensión y apoyo de las autoridades civiles francesas.
Asimismo, en las eclesiásticas, y no sólo de Francia.
Miguel Hernández no fue
condenado a muerte. Pero la muerte cobró en él su presa aquel
mismo año; por otros caminos, dando un rodeo. Aquel cuerpo
membrudo de campesino que era el suyo, no resistió cuanto
entonces significaba la prisión. Minada su salud, que no su
espíritu, Miguel Hernández fue uno más entre los hombres de su
generación sacrificada.
No pueden pasar los ojos por
sobre las páginas de su obra, seguir el vuelo de esta poesía y
de esta vida, ardiente vida, retenida en ella, sin que nos llene
la angustia ante lo que tanta crueldad truncó. Es una emoción
que acaba por sobreponerse a todas las fuertes, claras, sutiles
que emanan de su trabajo. Miguel Hernández murió justo al
acercarse al umbral del gran poeta que estaba llamado a ser,
cuando lo más recio e íntegro de ese poeta comenzaba a sernos
ofrecido. El patético torso de su obra es así más elocuente
aún, más significativo del grupo de escritores que, como él, se
han perdido en la muerte o en esa sobremuerte que es sobrevir.
Publicado en la Revista Atenea, Universidad de Concepción,
Chile.
Número 396, abril – junio de 1962. |
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