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Si supiéramos con mayor precisión de la vida de Jeroen
Anthoniszoon van Aken, más conocido con el seudónimo por él
ideado y con el que firma varias de sus obras, de Hieronimus
Bosch, en español, el Bosco, muchos aspectos fascinantes de su
arte enigmático aparecerían probablemente más claros. Aquellos
símbolos ambiguos, desconcertantes, que usó con largueza, que
usó con largueza, impulsado por una fantasía increíble y por una
intensión precisa, habrían de adquirir un sentido más definido.
Perderían quizás aquel halo de misterio que hoy los envuelve,
pero, en compensación, el valor estético de sus obras, en verdad
grandísimo, se habría de apreciar más directamente. Pues aún hoy
se discute si la compleja personalidad de este gran maestro, que
aquí ofrece un problema crítico y un enigma sicológico,
escondía, entre sombras profundas, si fue un hereje atormentado
que oscuramente se confiesa en sus obras, o un creyente de
espíritu irónico, burlonamente escéptico sobre la naturaleza
humana, una especie de mago frustrado o un místico de la fe
adamantina. O todo esto junto. Ciertamente sus composiciones,
sus símbolos, sus visiones monstruosas y demoníacas entrañan
incluso para el final del Quattrocento flamenco, una experiencia
espiritual nada común, el síntoma de una desesperada voluntad de
expresas y de transmitir algo nuevo y diverso (un mensaje) que
la sencillez burguesa del notable y rico Jeroen van Aken, cual
aparece en los escasos datos al alcance, hace difícilmente
concebibles.
El misterio del Bosco se encierra en sus obras. Su apellido,
sobradamente conocido por pertenecer a una familia de buenos
pintores, oscila entre grafías diversas: Aken, Aeken, Aquen,
Acken, lo que, alguna vez, complica la tarea nada fácil de los
críticos. Nacido hacia 1450 —se desconoce la fecha precisa— en
‘s Hertogenbosch (es decir Bois-le-Duc), pequeña ciudad del
Brabante, cercana a Amberes, sacó de la última sílaba de aquel
nombre el seudónimo con el que se habría de hacer célebre, quizá
por una vaga alusión al «bosque» de contradicciones y de
tormentos de su alma, o quizá por una simple elección del
significado y sonido que no implica sino su afecto a la ciudad.
El padre, Anthonis van Aken, era pintor, como sus dos tíos
paternos, e igualmente el abuelo, Jan van Aken, el más conocido
de la familia después de Jeroen, por una Crucifixión realizada
al fresco en la catedral de la ciudad y fechada en 1444.
Casi todas las noticias relativas al Bosco se ofrecen en los
documentos del archivo de la Ilustre Hermandad Lieve-Vrouve
Broerderschaps, es decir de la Cofradía de Nuestra Señora. Por
ellos sabemos que en 1478 se casó con Aleid van Meervenne, rica
patricia de veinticinco años, que le aportó una considerable
dote y a quien debió su acceso, lento pero seguro, a la
desconfiada sociedad burguesa de ‘s Hertogenbosch. En el mismo
año, o en alguno de los subsiguientes, murió su padre, pues en
1480-81, ya solo, completó por encargo de la Cofradía un
tríptico que el padre había dejado inconcluso. Lo que demuestra
haber obtenido y notoriedad y crédito. En 1486, y por el rango
social de su mujer, fue recibido como miembro de la Cofradía.
Dos años después (1488) prestó juramento para alcanzar el grado
de «hermano jurado», convirtiéndose en uno de los ciudadanos
notables. Los registros de la Cofradía recuerdan también que,
entre 1493 y 1494, el Bosco preparó y llevó a término los
dibujos que debían adornar la capilla de la Cofradía misma en la
catedral de San Juan. Tales dibujos, salvo uno, han sido
destruidos, como por lo demás ocurre con una gran parte de las
obras del Bosco, objetos del furor iconoclasta de los
reformistas. Los registros ordinarios de la Cofradía consignan
su muerte en 1516, muy brevemente, pero destacándolo como «insignis
pictor» y «ser vermaers schilder», suficiente para confirmar la
fama conquistada ya merced a una actividad prodigiosa y
multiforme.
Escasa, pues, las noticias al alcance y reflejando todas una
existencia aparentemente tranquila, se desarrollaría, a lo que
parece, exclusivamente en el ámbito ciudadano y en el ambiente
de la alta burguesía. Pero quizá las apariencias engañan porque
el mundo en que vivía el Bosco era bastante más variado y
complejo de lo que aparece ante nuestros ojos. La pequeña ciudad
de ‘s Hertogenbosch, que Ludovico Guicciardini en su
Descrittione di tutti i Paesi Bassi (Amberes, 1567), destaca
por la producción de tejidos ricos, cuchillos y alfileres
finísimos, era entonces una de las mayores de Brabante. Aunque
provinciana, no era insensible a los problemas de la cultura y
del espíritu. Allí existía una escuela de los Hermanos de la
Vida Común, fundada por uno de los discípulos de Jan van
Ruysbroeck, Gerhard Groote, hacia fines del siglo XIV. En ella
pasó tres años de su vida Erasmo de Rotterdam todavía muy joven.
Seguramente allí también se propagaría en secreto la herejía de
los Adamitas, que creían en la restauración universal y en el
espíritu libre y que consideraban obra de Dios también el mal,
por lo que se abstenían de considerarlo pecado. Posiblemente,
alguno de estos y de sus simpatizantes, pese a la tenaz
hostilidad de los seguidores de la corriente mística promovida
por Ruysbroeck, formarían parte, desde luego, de la misma
Cofradía que acogió al Bosco.
El grabado difundía, de manera no vista hasta entonces, obras de
alquimia de diversa importancia y, quizá, no es fortuito el caso
de que las Visiones de Tundalo hayan sido impresas en el
mismo ‘s Hertogenbosch en 1484. Por otra parte, la Cofradía a la
que pertenecía el pintor no limitaba sus propios fines a la
plegaria, a la asistencia de enfermos, a los funerales y, en
suma, a obras de caridad, sino que se empleaba también en
representaciones más o menos sacras, en danzas
simbólico-edificantes, en coreografías fantásticas, en las que
recurrían a motivos terroríficos y demoníacos, entre el
desenfreno y la gazmoñería, de acuerdo con el espíritu de la
época. Eran las manifestaciones contra las cuales debería
centrarse más tarde la ágil controversia de Erasmo que en su
Exorcismus siver Spectrum, uno de los Colloquia
Familiaria, lo pone en ridículo aunque de manera indirecta.
Es bastante verosímil que el Bosco tuviese una parte no
despreciable en la organización y, sobre todo, en la búsqueda de
efectos impresionantes en estos espectáculos. Tal vez es suya la
realización de aquel «carro» con las Tentaciones del Ermitaño
que recogía el tema popularísimo de las Tentaciones de San
Antonio y que tuvo un gran éxito según los documentos de la
Cofradía.
Como se ve, no es fácil darse cuenta del ambiente cultural en
que se movía el Bosco si no se conoce suficientemente la
literatura alquímica y mágica, bien sea la esotérica o la de
raíz más popular. Un mundo que prefería el Ars Moriendi,
obra supersticiosa en extremo, a ratos realista y traspasada de
una profunda fe, absurdamente revestida de la apariencia de un
tratado exquisitamente técnico, era, sin duda alguna, un mundo
complejo y atormentado. En él, la alquimia se consideraba como
un medio corriente y difundido de realizaciones espirituales,
una doctrina que —excluyendo las escasas nociones, sueltas y
equivocadas, de una ciencia experimental todavía en embrión—
respondía a una exigencia sincera que llegaba a ser sospechosa
únicamente cuando se revestía de la envoltura y de las técnicas
propias de la magia negra, transformándose en un vehículo de
ideas satánicas. Es la época en que Inocencio VIIIU promulgó la
célebre bula Summis desiderantes affectibus (1484) para
combatir la creciente difusión de las prácticas mágicas y que
vio salir, tres años después, aquel terrible Malleus
Maleficarum que será verdaderamente el martillo de las
brujas, y que tendrá tanta importancia para la Inquisición al
instruir los procesos por hechicerías. Incluso el ambiente
católico más ortodoxo estaba penetrado de corrientes
ideológicas, actitudes morales y costumbres inconcebibles en
otros momentos. Ciertos predicadores de fama —como Alain de la
Roche— hablaban mediante imágenes apocalípticas, pero
obscenamente sensuales, con la finalidad de aumentar su poder
persuasivo, impresionando de forma repelente la fantasía del
auditorio generalmente propensa a una sensualidad desenfrenada.
Del mismo modo polemizaban de forma indirecta con la visión
alquimista del universo que, en el contraste de los términos
opuestos, vislumbraban un reflejo continuo de la distinción
fundamental entre macho y hembra, y, en el matrimonio, la
reintegración unitaria de la realidad. Las iglesias habían
llegado a ser punto de reunión de todo género. Allí eran, desde
luego, toleradas las embaucadoras que buscaban en aquel sagrado
lugar su ocasional clientela (cfr. J. Huizinga, El otoño de
la Edad Media, Revista de Occidente, 1ª ed. Madrid, 1930,
6ª. Ed. Madrid, 1965), mientras que en las procesiones y
peregrinaciones se encontraba ocasión, más frecuente de lo que
se piensa, para llevar el espíritu hacia otros pecados,
aligerándolo del peso acumulado anteriormente.
La incongruencia de estas actitudes, claramente absurda desde el
punto de vista moral, es el oneroso tributo que deben pagar
forzosamente las generaciones que viven en época de transición.
Justamente por esta incongruencia permanece al descubierto el
problema sicológico del Bosco. Cualquiera que sea su fin último,
él reprocha, con extrema violencia, a los hombres la ambigüedad
de su alma, la fuerza de sus terrores, la corrupción, la
bestialidad, que sólo en parte pueden ser escondidas por el
respeto exterior, ajeno al grado y a la función social que
desempeñan.
El mensaje del Bosco, indudablemente revestido de un arte
nobilísimo, pudiera ser también el de un adamita, como piensa
Wilhelm Fraenger, (Die Hochztei zu Kana. Ein Document
semitischer Gnosis bei Hjeronimus Bosch, Berlin, 1950),
insistiendo en esta hipótesis en obras sucesivas.
Por otra parte, las imágenes fantásticas y «caprichosas» de
nuestro pintor, aun cuando controladas por un sentido de la
figura y de la composición realmente excepcional, parecen
productos de una experiencia onírica anormal, o más bien de
alucinaciones provocadas con el auxilio de alguna droga. Robert
L. Delevoy (Bosch, Ginebra, 1960, pág. 76) señala que
pruebas efectuadas por médicos con el llamado «ungüento de
brujas», cuya fórmula se contiene en una obra del siglo XVI y
que se reveló como un fortísimo excitante, han producido, en
varios sujetos, alucinaciones extraordinariamente afines as las
del mundo fantástico del Bosco. Ello no disminuye ni el valor de
sus obras ni la potencia creadora de su genio, pero no excluye
que el pintor se haya servido de este, o de algún otro medio
análogo, para estimular la propia mente, animada de un profundo
y sincero sentimiento religioso.
Exponer con claridad insólita el aspecto negativo y demoníaco
del alma humana, demostrar la amenaza y la continua presencia
del mal, incluso en la naturaleza más serena, puede servir para
acercarse con mayor ímpetu y más clara conciencia a lo sublime y
a lo divino. Y quizá sea el Bosco el único artista que, dotado
con una prodigiosa sensibilidad, esté capacitado con igual vigor
para expresar los dos aspectos. De cualquier manera, subsiste la
duda y permanecen en pie, cualquiera que sea la verdad, fuertes
contradicciones, tanto más cuanto que la exaltada androginia de
los adamitas puede desarrollar muchos aspectos nada claros de su
simbolismo y de sus composiciones. Pero es lo cierto que el alma
del Bosco artista, fue un alma atormentada, quizá
inconscientemente fluctuante entre polos opuestos, pero
claramente penetrada de una estricta realidad mística que le
lleva a expresarse con ayuda de símbolos en sus obras, a través
también de un estilo excepcionalmente coherente y equilibrado.
Como afirmaba Fray José de Sigüenza, comentarista del siglo XVII
y apologista del Bosco, él ha tenido el valor de pintar al
hombre como realmente es cuando se procede a observarlo desde el
interior más profundo de la propia naturaleza. Que esta visión
suya, que le permite expresar las pasiones monomaníacas, las
tentaciones, ciertos aspectos grotescos de la psique humana,
esté apoyada en un juicio condenatorio o en una valoración
diversa, ciertamente distinta a la torpeza, es hoy un hecho casi
secundario. Pero en el fondo, nadie podrá resolver el misterio
por sí mismo, según sus propias inclinaciones, a menos que tenga
el valor de contemplarse y de reconocerse (siquiera sea
parcialmente) reflejado en el espejo mágico de un arte
magnífico.
Extraído del libro "Los diamantes del arte", tomo 2, publicado
en 1967.
Mario Bussagli. Italia (1917-1988). Profesor e historiador del
Arte.
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