Los salones de María Luisa y un
funeral que debió pintar Gutiérrez Solana
La “remolienda” era un aspecto típico de la vida nocturna en la
época cuando me incorporé al grupo de colaboradores de la
Empresa Zig-Zag (ca. 1915, nota del editor). Había “casas” de
diferente rango, porque tan importante institución nacional no
podía escapar de la perpetua lucha de clases en que se debate el
género humano.
Las de primera categoría se denominaban “casas de diversión”;
las de segunda, “casas de tolerancia” y las más inferiores,
“lenocinios”.
La María Luisa había conseguido hacer de la suya una especie de
“salón literario”, que congregaba a las personalidades más
destacadas del arte y la literatura en sus salas recargadas de
felpa roja y espejos de arrimo con marcos dorados a la
purpurina. Entre “poncheras” y “cantoras”, los poetas recitaban
sus últimos sonetos y los novelistas comentaban sus libros en
preparación.
Pasada la medianoche, la popular María Luisa hacía su
espectacular entrada en el salón, donde presidía la fiesta con
graciosa dignidad hasta la hora lechosa de la amanecida. Pero
antes, y en su honor, era costumbre que se bailara una cueca
animada con estrepitoso “tamboreo y huifas”.
A través del espeso estuco de solimán y colorete con que
ocultaba sus sesenta años intensamente vividos, era posible
adivinar que había sido hermosa. Su extraordinaria cultura había
contribuido a que el espíritu de Minerva predominara allí sobre
el de Eros, ahuyentando a la crápula viciosa hacia las casas
vecinas. Su color favorito era el lila. Lilas eran los lazos con
que anudaba su azafranado cabello, lila su bata, lilas sus
medias y lilas sus zapatillas.
Una noche en que la plana mayor de “Zig-Zag” festejaba el
“santo” de uno de sus redactores, se acordó a la hora de los
postres continuar la fiesta en la non sancta casa de la
María Luisa. El inolvidable sacerdote, crítico y animador de las
“Preguntas y Respuestas”, don Emilio Vaïse (“Omer Emeth”), se
escabullía entonces discretamente, y el resto de los
contertulios se trepaba en los desvencijados “fiacres”, los
taxis de aquellos tiempos en que no había tan desatinada prisa.
Yo, que era el benjamín de la comparsa, me sentí, no sin
inquietud, obligado a sumarme a la alegre caravana. Aquella fue
mi noche de estreno… Apenas la María Luisa ocupó su sitial, le
fui presentado en mi calidad de artista precoz.
Poco después, la anfitriona me condujo a su dormitorio,
privilegio que sólo concedía a los visitantes de cierta
notoriedad. Entre sus múltiples brindis, ofrecido uno de ellos
por el éxito de mi carrera, me pidió que le dedicara un dibujo
en su álbum. Yo quedé maravillado al contemplar sus páginas
ilustradas por los pintores y dibujantes más famosos. Recuerdo,
entre ellas, un hermoso boceto de Valenzuela Puelma. También
había sonetos originales de Pedro Antonio González, Pezoa Véliz
y Antonio Orrego Barros, este último autor de una canción que
tuvo su origen en estos “salones” y que evoca la época en que
las mujeres usaban descomunales sombreros y boas confeccionados
con plumas de avestruz:
Es inútil soñar, es inútil soñar,
Lo que brilla entre nubes lejanas
No se puede jamás alcanzar…
Cuántas más así nacieron al acorde de una guitarra, al lado de
una criollita linda y en un ambiente de arte, amor y alegría que
saludaba el alba con las notas de una nueva canción.
Armado de mi lápiz de dibujante novato, no se me ocurrió otra
cosa que trazar el croquis de una bailarina que entonces hacía
furor en el Teatro Municipal. De regreso en el salón conocí a
una de las “niñas”. Se hacía llamar “Amelie”, seguramente con la
intención de contrarrestar la competencia que “las gabachas”,
recién instaladas en la calle García Reyes, hacían a las geishas
criollas de Eleuterio Ramírez, el Yoshiwara santiaguino.
Al despuntar el día, era costumbre trasladarse a la “Casa de
Cena de Jacquin” y servirse un caldo de cabeza para componer el
cuerpo.
“Amelie”, que era una atrayente morena de grandes y húmedos ojos
negros, me amó con la pasión que las mercenarias de Venus saben
poner cuando, en desquite de su triste sino, regalan sus
caricias por auténtico amor. Algunas tardes iba a buscarme a mi
taller de “Corre Vuela” (revista de sátira política y humor que
se editó entre 1908 y 1927, nota del editor) para llevarme a dar
un paseo por el Parque Forestal. Se colgaba románticamente de mi
brazo, y me hacía confidente de sus penas y sus sueños. ¡Pobre
“Amelie”! ¡Cuán asqueada estaba de su vida!
—Sé que nunca podré formar un hogar —me decía con su voz
pastosa—. ¿Qué hombre se atrevería a casarse con una puta?
Me dolía no poder contradecirla, y sólo atinaba a consolarla,
diciéndole que el destino suele cambiar el curso de nuestra
existencia cuando menos lo pensamos.
La noticia del fallecimiento de la María Luisa se corrió
rápidamente y su casa se vio atestada por los habitués
que deseaban acompañarla por última vez. Cortinajes colgados por
los tramoyistas de la “funeraria” cubrieron de luto las murallas
y los espejos. La vacilante luz de seis velones había
reemplazado la de las lámparas “incandescentes”.
Como la noche si hiciera larga, alguien propuso la idea de abrir
la bodega. Cuando el sol estaba por salir, enormes cantidades de
botellas vacías formaban filas en los rincones de patios y
salones. A la hora “lechosa de la amanecida”, en que ella
acostumbraba a retirarse a su dormitorio, uno de los
concurrentes del extraño velorio propuso que se bailara “la
cueca del adiós”. La idea fue acogida con el entusiasmo de
siempre, como si la inercia crapulosa fuera más potente que la
muerte, a pesar de sus tétricos atavíos.
Se formaron las parejas y la cueca trágica fue “tamboreada” en
el cajón en que yacía la María Luisa con su bata y sus cintas
color lila.
Los funerales se efectuaron a medio día y los transeúntes vieron
con estupor un cortejo farandulesco, formado por larga fila de
“fiacres” llenos de pijes borrachos y prostitutas
pintarrajeadas. ¡Digno tema para los pinceles de un Gutiérrez
Solana! (José Gutiérrez Solana, pintor, grabador y escritor
expresionista español, nota del editor).
¿En manos de quién habrá quedado el valioso álbum de la
intelectualizada reina de la noche?
Cuarenta años después, recibí una carta expedida desde un pueblo
del Perú. Estaba firmada “Amélie”, y era para felicitarme por el
retrato que pinté del expresidente don Arturo Alessandri Palma y
que me decía haber visto reproducido en la portada de “Zig-Zag”.
Con cuánta emoción leí esa carta. ¿El caprichoso destino había
cambiado la suerte de la “niña”, proporcionándole el hogar
soñado? La imaginé convertida en una venerable abuela,
diciéndoles a sus nietos, junto con mostrarles mi obra: “Hace
muchos años, cuando era joven y vivía en Santiago, yo conocí
mucho al autor de este retrato”…
Extraído del libro “Yo soy tú”, autobiografía
de Jorge Délano, Coke. 1954.
Jorge Délano
Frederick (1895-1980), fue periodista, caricaturista, escritor,
pintor, cineasta, hipnotizador y seguidor de la parasicología.
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