L A   N O C H E   D E

S A N   L U C A S

p o r   F a b i o   S a l a s   Z ú ñ i g a

 

 

 

Estallé en un ataque de risa tan estentóreo, tan procaz, que a mi alrededor todo se puso tenso y tirante como el peor de los presagios. El oficial de carabineros me habló, ahora sí, con declarado odio.

 

- ¿Usted se está burlando de Carabineros de Chile?

- No -dije entre carcajadas- se trata de otra cosa.

 

El tipo de verde se quedó demudado, como esperando mi correspondiente aclaración antes de sancionarme.

 

- Hace más de cuarenta años mi madre y mi padre desafiaron en cara al fiscal militar… ¿y usted cree que voy a tener miedo ahora, que ya no tenemos dictadura?

- ¿Sabe usted que podemos encerrarlo y darle como caja en la prisión? Para que se lo afilen bien afilado… -la cara regordeta y lechosa del paco lucía como esperando una señal de repliegue de mi parte.

- Del mismo modo que dentro de poco estarán mis amigos aquí, uno de ellos prominente abogado penalista, que no sólo me sacará de aquí y a todos tal vez, así que guárdese sus amenazas de rutina para quienes le sigan el juego. Soy un escritor conocido en el ambiente y mi detención no pasará desapercibida, así que una pestaña que me toquen y la demanda y la denuncia serán casi instantáneas.

 

El hombre verde titubeó. Sabía que debía mostrarse duro y represivo tanto como repugnante es su oficio de abusar con los débiles y cobardes. Pero esa noche, esa bendita noche, saltar los torniquetes del metro, y que mi evasión estuviese acompañada del griterío de la muchachada había sido como música para mis oídos.

 

- ¿Qué se siente cargar con un uniforme que odia toda la gente? ¿Qué se siente saberse odiado, sin respeto, sin interés, de la gente, que sólo espera que ustedes se caigan para arrasarlos en la calle y en la casa? ¿Usted cree que ese uniforme que lleva encima le salvará del infierno? ¿Realmente piensa que podrán salir inmunes de esta mierdería de represión?

 

Tuve una visión.

 

Era tal como entonces.

 

Los inspectores del liceo. Alimañas y rapaces. Y la vieja costumbre de enviarme a casa por el largo del pelo. Yo sabía que cada día a cada hora había una persona que estaba siendo torturada y desaparecida, como los demás también lo sabían pero se hacían los giles, en esa espiral interminable de una condenación: la de sobrevivir al miedo el día nuestro de cada vida.

 

- Otra vez aquí, Salas, usted no se aburre ¿cree que estamos aquí para preocuparnos por usted solamente?

- Señor, con todo respeto, pero no creo que sea preocupación por mí que me anoten de nuevo por usar el pelo largo.

- Mire, joven, usted está aquí para estudiar y para obedecer ¿está claro? Aquí somos nosotros los que mandamos y un joven que tiene buenas notas como usted no debería andar perdiendo el tiempo con estas tonteras.

 

La ecuación del tiempo nunca se iría. Mi visión terminó cuando al bajar mi vista del techo hacia la cara del oficial, ambos rostros, el del inspector remoto y deshilachado y el del mofletudo carabinero, coincidían calcadamente. En este país hay una obsesión con el uniforme.

 


 

 


 

Entre los dos ¿Quién es el humano?

 

¿Yo, con mi socarronería inalcanzable o tu tensionada fobia a la insolencia?

 

¿Quién es el mejor? ¿Mi apuesta por la búsqueda de un nosotros o ustedes, eternamente hidrófobos y hambrientos? Tu hidrofobia tan cierta de perroverde aterrado, uniforme que procede en su tradición de imbecilidad con la estulticia necesaria que revela su reverso de rojizas libélulas nocturnas…

 

Te conozco, policía… sin mí apenas existes…

 

Pero cuando las noticias de afuera empezaron a llegar, todos en la comisaría aplaudimos. Ya sabíamos que más de un millón de personas habían exigido cambios ahora y aquí. De la ciudad al mundo. El oprobio policial aún persistía, pero esa noche todos adentro estábamos libres de algo que había evaporado su rastro. Algo llamado miedo. Ya sabíamos que la eternidad de la dictadura se había ido a la mierda y que la policía se iría con eso, con sus drogas, sus robos y desfalcos, sus crímenes, sus oficiales y generales brutos y descompuestos. La cara de hacha del carabinero equipado para matar estaba comenzando a titilar anunciando su pronta fuga del día a día de nuestro país. Chile es un reino para quienes vivimos aquí. Este país nos pertenece y queremos compartirlo con quienes vengan  a crecer con nosotros, la policía no tiene nada que ver con nuestro sueño. Por eso cuando la salutación ante el llamado de la asamblea constituyente comenzaba a replicarse a lo largo del reino, fuimos benditos y salvos.

 

Tal como había señalado, César, mi amigo abogado llegó al cabo de una hora y tardó poco más de treinta minutos en sacarnos a todos ahí. Ayudó mucho que él tuviera contacto con esferas políticas relacionadas con el alto mando. Una llamada perentoria al teléfono del mayor de la comisaría nos dejó con una citación al juzgado para quince días y eso fue todo.

 

Mi performance ante el oficial (nunca supe qué rango tenía, los pacos son todos iguales) había sido muy comentada y no faltó el comentario en redes sociales. Al respirar el aire cuasi veraniego de la madrugada santiaguina todos nos fuimos de ahí dentro de una oleada que crecía, crecía como el mar liberado de su propio espacio, todopoderoso y universal. Por un instante el planeta habló en chileno y los ojos del mundo parpadearon dentro de los Andes.

 

Era la noche de San Lucas. Éramos libres. Nuestros ojos habían visto.

 

 


 

Fabio Salas Zúñiga (Santiago, 1961) ha publicado una treintena de libros de ensayo, poesía y narrativa.  Trabajó como profesor universitario durante veintiséis años y dos décadas como crítico y comunicador en medios de prensa escrita, radio y TV.

Fotografía: Mankacen Mankacen