Estallé en un ataque de risa tan estentóreo, tan procaz, que a
mi alrededor todo se puso tenso y tirante como el peor de los
presagios. El oficial de carabineros me habló, ahora sí, con
declarado odio.
- ¿Usted se está burlando de Carabineros de Chile?
- No -dije entre carcajadas- se trata de otra cosa.
El tipo de verde se quedó demudado, como esperando mi
correspondiente aclaración antes de sancionarme.
- Hace más de cuarenta años mi madre y mi padre desafiaron en
cara al fiscal militar… ¿y usted cree que voy a tener miedo
ahora, que ya no tenemos dictadura?
- ¿Sabe usted que podemos encerrarlo y darle como caja en la
prisión? Para que se lo afilen bien afilado… -la cara regordeta
y lechosa del paco lucía como esperando una señal de repliegue
de mi parte.
- Del mismo modo que dentro de poco estarán mis amigos aquí, uno
de ellos prominente abogado penalista, que no sólo me sacará de
aquí y a todos tal vez, así que guárdese sus amenazas de rutina
para quienes le sigan el juego. Soy un escritor conocido en el
ambiente y mi detención no pasará desapercibida, así que una
pestaña que me toquen y la demanda y la denuncia serán casi
instantáneas.
El hombre verde titubeó. Sabía que debía mostrarse duro y
represivo tanto como repugnante es su oficio de abusar con los
débiles y cobardes. Pero esa noche, esa bendita noche, saltar
los torniquetes del metro, y que mi evasión estuviese acompañada
del griterío de la muchachada había sido como música para mis
oídos.
- ¿Qué se siente cargar con un uniforme que odia toda la gente?
¿Qué se siente saberse odiado, sin respeto, sin interés, de la
gente, que sólo espera que ustedes se caigan para arrasarlos en
la calle y en la casa? ¿Usted cree que ese uniforme que lleva
encima le salvará del infierno? ¿Realmente piensa que podrán
salir inmunes de esta mierdería de represión?
Tuve una visión.
Era tal como entonces.
Los inspectores del liceo. Alimañas y rapaces. Y la vieja
costumbre de enviarme a casa por el largo del pelo. Yo sabía que
cada día a cada hora había una persona que estaba siendo
torturada y desaparecida, como los demás también lo sabían pero
se hacían los giles, en esa espiral interminable de una
condenación: la de sobrevivir al miedo el día nuestro de cada
vida.
- Otra vez aquí, Salas, usted no se aburre ¿cree que estamos
aquí para preocuparnos por usted solamente?
- Señor, con todo respeto, pero no creo que sea preocupación por
mí que me anoten de nuevo por usar el pelo largo.
- Mire, joven, usted está aquí para estudiar y para obedecer
¿está claro? Aquí somos nosotros los que mandamos y un joven que
tiene buenas notas como usted no debería andar perdiendo el
tiempo con estas tonteras.
La ecuación del tiempo nunca se iría. Mi visión terminó cuando
al bajar mi vista del techo hacia la cara del oficial, ambos
rostros, el del inspector remoto y deshilachado y el del
mofletudo carabinero, coincidían calcadamente. En este país hay
una obsesión con el uniforme.
Entre los dos ¿Quién es el humano?
¿Yo, con mi socarronería inalcanzable o tu tensionada fobia a la
insolencia?
¿Quién es el mejor? ¿Mi apuesta por la búsqueda de un nosotros o
ustedes, eternamente hidrófobos y hambrientos? Tu hidrofobia tan
cierta de perroverde aterrado, uniforme que procede en su
tradición de imbecilidad con la estulticia necesaria que revela
su reverso de rojizas libélulas nocturnas…
Te conozco, policía… sin mí apenas existes…
Pero cuando las noticias de afuera empezaron a llegar, todos en
la comisaría aplaudimos. Ya sabíamos que más de un millón de
personas habían exigido cambios ahora y aquí. De la ciudad al
mundo. El oprobio policial aún persistía, pero esa noche todos
adentro estábamos libres de algo que había evaporado su rastro.
Algo llamado miedo. Ya sabíamos que la eternidad de la dictadura
se había ido a la mierda y que la policía se iría con eso, con
sus drogas, sus robos y desfalcos, sus crímenes, sus oficiales y
generales brutos y descompuestos. La cara de hacha del
carabinero equipado para matar estaba comenzando a titilar
anunciando su pronta fuga del día a día de nuestro país. Chile
es un reino para quienes vivimos aquí. Este país nos pertenece y
queremos compartirlo con quienes vengan a crecer con nosotros,
la policía no tiene nada que ver con nuestro sueño. Por eso
cuando la salutación ante el llamado de la asamblea
constituyente comenzaba a replicarse a lo largo del reino,
fuimos benditos y salvos.
Tal como había señalado, César, mi amigo abogado llegó al cabo
de una hora y tardó poco más de treinta minutos en sacarnos a
todos ahí. Ayudó mucho que él tuviera contacto con esferas
políticas relacionadas con el alto mando. Una llamada perentoria
al teléfono del mayor de la comisaría nos dejó con una citación
al juzgado para quince días y eso fue todo.
Mi performance ante el oficial (nunca supe qué rango tenía, los
pacos son todos iguales) había sido muy comentada y no faltó el
comentario en redes sociales. Al respirar el aire cuasi
veraniego de la madrugada santiaguina todos nos fuimos de ahí
dentro de una oleada que crecía, crecía como el mar liberado de
su propio espacio, todopoderoso y universal. Por un instante el
planeta habló en chileno y los ojos del mundo parpadearon dentro
de los Andes.
Era la noche de San Lucas. Éramos libres. Nuestros ojos habían
visto.
Fabio Salas Zúñiga (Santiago, 1961) ha publicado una treintena
de libros de ensayo, poesía y narrativa. Trabajó como
profesor universitario durante veintiséis años y dos décadas
como crítico y comunicador en medios de prensa escrita, radio y
TV.
Fotografía: Mankacen Mankacen
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