—Finlay: Llame a la tierra. Infórmeles que hemos llegado bien;
que todo está en orden; que vamos saliendo hacia el “Pionero”,
etc. En fin, contéstele cuantas preguntas le hagan. Usted sabe
decir esas cosas mejor que yo.
El profesor Morris, seguido de Johnson, entró en la cámara
neumática, y pronto ambos hombres avanzaban por la roja arena
marciana, desplazándose como ágiles tortugas, con grandes
trancos que sus pesados trajes espaciales no parecían
entorpecer. Pronto desaparecerían tras una loma. Finlay se
retiró de la ventanilla con un gesto de cólera ante las
ininterrumpidas llamadas de la Tierra. Sin gran apuro se
aproximó al radiotransmisor.
Morris y Johnson llegaron frente a un paredón abrupto, y se
detuvieron en busca de un sendero para trasponerlo. El “Pionero”
debía encontrarse al otro lado, a no más de un kilómetro, en la
ladera norte del cerro. Luego de intercambiar una mirada con
Johnson, cuyo rostro dentro de la escafandra parecía sereno y
sumido en una inefable satisfacción, Morris caminó a lo largo
del muro.
—Profesor Morris —Johnson interrumpió el silencio (mantenido
desde que abandonaron el cohete por un tácito acuerdo) con un
tono curioso—: ¿no le perece Marte un mundo que irradia
sinceridad, y una especie de comprensión por nosotros?
El profesor se volvió hacia Johnson, sorprendido.
—¿Sabe que tiene razón, Johnson? Estaba pensando lo mismo.
—Pero no se atrevía a decírmelo, ¿verdad? Debe ser, posiblemente
la falta de atmósfera: la cara de Marte se ve limpia, pulcra,
sin artificios que disimulen sus rasgos.
—Es cierto.
El sol, suspendido sobre una cresta granítica, lanzaba sus
débiles rayos a la llanura. Allí rebotaban en las vetas
minerales con destellos iridiscentes. Un silencio helado, árido,
fluía del desierto, cuyo horizonte salpicado de montañas se
hundía en un cielo negro y estrellado.
—Y dicen que este es un mundo muerto —comentó el profesor.
—Como sea: me hace sentirme más yo mismo. ¿Sabe? En la Tierra no
hay tiempo para acordarse de uno. Los días se van, desde la
salida del sol hasta la llegada de la noche, en un perpetuo
hacer cosas sin sentido, en un eterno escuchar noticias
alarmistas. Que la guerra va a estallar, porque los derechos de
tal o cual nación fueron atropellados, o porque un jefe de
estado cualquiera, cuando amanece de malas, hace declaraciones
ofensivas, sin importarle un pepino la reacción mundial, ni las
susceptibilidades heridas, o que los rivales inventaron una
nueva astronave, o descubrieron un combustible más potente, con
el cual llegarán a Marte o al Infierno antes que nosotros. Toda
una sarta de cosas absurdas, en medio de las cuales el hombre
común (como usted y yo) atraviesa por el mundo como un conejo
perseguido por un lebrel, sin tener tiempo siquiera para volver
las cabeza y ver si el enemigo se acerca o si, debido a las
sorpresas de nuestra época, sin que nosotros nos hayamos
percatado, ha dejado de ser nuestro perseguidor para
transformarse a su turno en perseguido, y está mirándonos
azorado al darse cuenta que su víctima aún no ha comprendido el
milagro y parta, a su vez, en persecución suya. Y así se muere:
sin saber si somos conejos o lebreles porque, en el fondo,
cualquiera de las dos cosas da lo mismo. ¿Y “nuestro yo”? ¿Y el
ser y el no ser? ¿Y todas esas cosillas, como la salvación del
alma, la autodeterminación, el “pienso, luego existo”, en las
que tantos sabios dejaron el seso tratando de ponerlas en claro?
Se quedan al lado del camino recorrido por el conejo que huye
del lebrel. ¡No hay tiempo ni para echarles un vistazo!
Johnson observó a Morris y en seguida desvía la mirada al yermo.
—Usted es un filósofo, Johnson. Pero también yo me siento
filósofo frente a este panorama tan callado y limpio.
—Porque la limpieza nos hace filósofos —puntualiza Johnson—. En
la Tierra todo es sucio y falso. Cada vez el mundo nos hace
sentirnos más desterrados. ¡No hay nada que me haga desearlo! Ni
las mujeres. Día a día se ponen más iguales a uno. Hacen todo
cuanto nosotros hacemos. Y para mí, al menos, no tiene
atractivos mantener relaciones con un colega, ¿no es así? La
mujer de hoy no ofrece nada nuevo, nada que nosotros ya no
sepamos o ya poseamos. Si uno les habla de cibernética, ellas
nos dan una lección de electrónica. Antes por lo menos se podía
deslumbrarlas con nuestros conocimientos, con una hazaña en
perspectiva. Ahora lo saben todo. ¡La Tierra es una lata!
—Usted lo ha dicho, Johnson: es una lata. Y ahora creen que en
este mundo hay una bestia que mata a los astronautas.
—¡Ah! La Bestia Marciana —Johnson echó a reír.
Morris, suspirando, volvió a ponerse en marcha. La Bestia
Marciana. La última historia fraguada por la imaginación de los
encargados del programa espacial, para desviar la atención
pública de los costosos gastos destinados a mejorar los cohetes
interplanetarios. ¿De dónde había nacido? Del repentino silencio
de Parker, el tripulante del “Pionero”, el primer cohete que
lograra descender en Marte. El hombre alcanzó a transmitir sus
primeras impresiones sobre el nuevo mundo, y luego de anunciar
que se disponía a bajar al planeta, no volvió a despegar los
labios. Transcurridas algunas horas se le dio por muerto. ¿Un
meteorito, probablemente? ¿O alguna enfermedad fulminante que le
acometió en cuanto pisó Marte? Pasaron tres meses. Surgieron mil
y una teorías. Hasta que alguien expuso la hipótesis de un
monstruo que merodeaba por las praderas del planeta. La Bestia
Marciana. Prendió la ocurrencia entre los periodistas y
libretistas de radio y televisión. Cuando el actual cohete
estaba listo para partir no faltaron sugerencias para que los
astronautas llevasen armas, incluso bombas atómicas, y pudiesen
repeler el ataque de la hipotética fiera. Morris y sus
acompañantes tenían la misión específica de desentrañar el
destino de Parker. Ese momento se aproximaba. Ambos hombres
encontraron un corte en el cerro y, en cuanto lo hubieron
atravesado, se hallaron ante la esbelta silueta del “Pionero”:
el cohete reverberaba bajo la pálida acción del sol, y tanto sus
antenas como pantallas solares ofrecían un aspecto normal.
—Finlay: estamos frente al “Pionero”.
—¿Quiere que lo comunique a la Tierra, profesor? Me tienen loco.
Ganas me dan de cortarles la transmisión.
—No les haga caso. Que aprendan a tener paciencia.
El “Pionero” se erguía en el centro de una plana y baja meseta.
Los dos hombres se aproximaron a la astronave con su
acostumbrada pachorra, mirando a su alrededor como si fuesen dos
turistas que efectuaban un paseo de placer.
—¡La Bestia Marciana! Todas las bestias están, por fortuna, a
cincuenta y cinco millones de kilómetros de aquí. Ojalá nunca
los hombres lleguen a practicar sus malditas costumbres en este
mundo inocente.
Nadie en el cohete. La escotilla abierta: sobre la capa de arena
roja que cubría sus aledaños se conservaban nítidamente grabadas
las huellas deformes de las botas de Parker. Se dirigían a la
pradera que comenzaba a medio kilómetro de allí; pero en ninguna
parte los hombres descubrieron señales de su regreso. Morris y
Johnson se detuvieron en el borde de la meseta a contemplar la
hilera de pisadas que se perdía en el interior de la llanura.
Ambos hombres intercambiaron una silenciosa mirada.
(—No cabe duda —se dijo Johnson—: Parker no podía perder tan
magnífica oportunidad. Quería estar por lo menos algunas horas a
solas. Me gustaría hacer lo mismo. ¿Se opondrá el profesor
Morris? Quizás…)
Observó a su compañero. Un inusitado brillo rielaba en los ojos
de Morris.
(—Este Parker hizo el gran descubrimiento —se decía el
profesor—. Y Johnson también. ¿O estaré prejuzgando? Nunca se me
presentará otra ocasión igual. Aunque sólo sea una hora de
meditación solitaria…)
Volvieron a mirarse cautelosos. Se estudiaron unos instantes,
como si ninguno de los dos fuese capaz de romper el silencio,
como si la conversación de segundos antes hubiese agotado todo
cuanto tenían que decirse. Pero aún quedaba algo. Johnson,
contemplando el desierto rojo, cubierto por suaves dunas de
arena impalpable, que guardaba en una diminuta perspectiva las
huellas del primer hombre arribado a Marte, habló con un tono
terminante, definitivo.
—¿Avisamos a Finlay?
¿Le preguntaría Morris “Qué cosa”? ¿O comprendería sin mayores
explicaciones, tal cual Johnson lo intuyó al formular la
pregunta?
—Me parece mejor —Morris no disimuló un tono de alivio—. No
debemos dejarle problemas.
Finlay no contestó. Una sonrisa de comprensión asomó al rostro
de Johnson.
—Bueno: parece que, por primera vez, los hombres se han puesto
de acuerdo para hacer lo que les conviene. Y sin consultarse.
Adiós, profesor Morris. Espero que estas horas de meditación le
sean provechosas.
—Lo mismo le digo, Johnson. ¿Sabe? En la Tierra no van a dudar
ahora de la Bestia Marciana.
—Por lo menos que en algo tengan fe, ya que en todo lo demás la
han perdido.
Ambos hombres, enfundados en sus trajes espaciales, partieron
cada uno por su lado. El “Pionero” formó uno de los vértices de
un triángulo que crecía: un trozo de metal inmóvil, cuya proa
puntiaguda apuntaba la inmensidad, y dos diminutas siluetas
blancas, dotadas de movimiento, alejándose del exponente de la
tecnología humana.
Extraído del libro de cuentos de Hugo Correa "Cuando Pilatos se
opuso", publicado en 1971.
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