|
En estos escritos, que toman
elementos de las sagas escandinavas, de las narraciones de la Mesa
Redonda y de los sombríos crepúsculos de la mitología germánica, capta
la nostalgia de aquellas verdes campiñas en las que resultaba tan
agradable contar historias junto al fuego. Aficionado a comer setas,
Tolkien detestaba los viajes y la cocina francesa. Sólo de vez en
cuando, dejaba su querida Inglaterra para escapar a Irlanda y
vagabundear por las colinas de Wicklow, donde el cálido olor de la turba
se mezcla con el recuerdo de las fantásticas divinidades gaélicas.
Nacido el 3 de enero de 1892,
J.R.R. Tolkien era sólo un niño cuando en Birmingham, donde le había
acogido un anciano sacerdote después de la muerte de su madre, devoraba
ya los antiguos poemas sajones, en particular el Beowulf, y
manifestaba sorprendentes aptitudes para la filología. La lengua
galesa, que descubrió casualmente en una excursión, le había fascinado
inmediatamente por su belleza y por su complejidad poética. Así pues,
de un modo natural, su vida escolar le condujo a Oxford, donde el amor
por las leyendas ya no debía abandonarle nunca. Y, tal como escribía un
día en un notable ensayo sobre el cuento de hadas, “la olla de sopa,
el caldero del cuento, no ha dejado nunca de hervir y se le han añadido
constantemente nuevos elementos sabrosos o no”.
Los “elementos” que Tolkien ha
echado personalmente en el caldero del cuento son particularmente
“sabrosos”, y la lectura de Bilbo el Hobbit, de El Señor de
los anillos o del Silmarillion, son tres principales obras,
resulta por ello deliciosa, ya que nos lleva al descubrimiento de
lugares quiméricos y fascinantes, de personajes horripilantes y tiernos,
de razas que desbordarían la imaginación de cualquier antropólogo. El
lector, después de sumergirse y saborear el mundo de Tolkien, ya nunca
podrá olvidad a la dama Galadriel, reina de los elfos, ni al
desconcertante Tom Bombadil, habitante benéfico de los bosques, ni a la
terrorífica Ella-Laraña, ni, por su puesto, a todos y cada uno de los
componentes de la Comunidad del Anillo, cada cual más noble.
Los reinos de ese mundo de
Tolkien, sin embargo, no son, quizá, tan “fantásticos” como parecen a
primera veces. Serios exégetas de la obra no han dejado de observar
fuertes parecidos de la Tierra Media, escenario de titánicas
luchas de El Señor de los anillos, y la región de Hallstatt, en
Austria, que fue el hogar originario de la civilización celta al
comienzo de la edad de hierro. Y el bosque que se extiende al noreste
de la entrañable Tierra Media Lothlorien, ¿no evoca
irresistiblemente a los gigantescos bosques danubianos que, precisamente
al noreste de Hallstatt, fueron el punto de partida de las primeras
grandes migraciones indoeuropeas?
Estas perspectivas que nos
sumergen en edades en que los hombres tenían poderes que se consideran
propios de los dioses, en que los árboles hablaban a los animales y en
que las entrañas de la tierra estaban pobladas de maleficios y de
monstruos horribles, seguían obsesionando a Tolkien hasta el 2 de
septiembre de 1973. Aquel día, el maravilloso narrador inglés se
llevaba con su muerte miles y miles de historias que una existencia bien
aprovechada no le había permitido contarnos. |
|