H U M B E R T O   D Í A Z - C A S A N U E V A

A   P A R T I R   D E   U N A   C A L L E


p o r   J u a n   A n t o n i o   M a s s o n e

 

 

 

 

Todos, o casi todos, coinciden en calificar de mayor y de profunda la obra poética de Humberto Díaz-Casanueva.  Ambos epítetos: certeros y justos.  Conste que provienen tanto de Chile como del extranjero.  ¿O el orden debe ser invertido?  Como sea que fuere, la obra de nuestro autor arranca de una voz vigorosa, con mucho del espíritu trágico griego, como lo dijera Gabriela Mistral al prologar Réquiem, y, desde luego, con un timbre grave e intenso, capaz de aproximar tempestades ontológicas y conmovidas reacciones afectivas.

 

Por su mismo carácter abigarrado, los poemas de nuestro autor no fueron ni serán de gusto masivo.  Si a tal rasgo se agrega la lejanía física que mantuvo, por años, con Chile –distancia que no lo fue en su dilatada representación diplomática y en su preocupación social por el país-, se entiende la relativa difusión de que ha gozado entre los chilenos.

 

Se ha dicho, y con sobrada razón, que en las postrimerías se tiende a regresar hasta aquellos fundamentos biográficos, los primeros, cuando la consciencia despuntaba su auroral apertura y los pasos eran cortos aún en su ensayo tanteador de cuanto depararía lo porvenir.  En apariencia, aquellos pasos, no iban lejos y hasta se reiteraban en el espacio de abrazos que pasaban entre una casa y una calle, las primeras de la vida.

 

Díaz-Casanueva hace gala de una alerta memoria de esos primeros tiempos suyos en un artículo de prensa publicado seis meses antes de dejar este mundo.  No es antojadizo imaginar que “Réquiem para una calle”, título del texto de marras, también lo fue para él, sin perjuicio del valor documental que desprenden sus párrafos.

 

“Progreso era una callecita de una sola cuadra entre Riquelme y Almirante Barroso.  Allí nací, en el número 1750, hace más de ochenta años.  Allí nacieron mis hermanas: Estela, Marta, Olga, Eliana y Elba; y mi hermano Diógenes.  Para urbanizarla, despojándola de su ruralidad, cortaron el único árbol frondoso y repleto de pájaros, a fin de facilitar el paso de los grandes camiones municipales.  Pero el salón de mi abuela, con delicados restos de pasadas opulencias, se tornó gris por el polvo.  Mis primeros estornudos fueron de polvo y el gato pasaba la lengua a unas porcelanas que se cubrían de algo denso y hostil.

 

En las noches de verano, la calle era un patio familiar.  Los niños se dedicaban a las rondas, mientras las madres, sentadas en los umbrales, cuchicheaban.  Recuerdo a los Rocha, los Naisser, los Leiva.  Nunca más he logrado disfrutar de aquella comunión íntima que es el “vecino”.  Al caer el sol venía el farolero con su escalera y encendía la única lámpara a gas que iluminaba la calle.  Recuerdo que los niños nos disputábamos el extraño placer de dejar la calle a oscuras.  Entonces, ya nosotros recogidos, la calle honda y silenciosa, se poblaba de parejas dedicadas a incomprensibles plenitudes.  La calle Progreso cambió de nombre.  Los jóvenes Leiva arrancaron la placa y clavaron una pizarra en que se leía “calle de los tórtolos”.  Es como si de súbito lo más entrañable de la memoria se vaciara: una niñez como la entonación de mi vida entera.  Ahora esa calle se me vuelve irreal, poblada de fantasmas.  Mi poesía, incluso la más reciente, está traspasada de la calle Progreso y de sus aledaños.  Dos veces se incendió nuestra casa.  Recuerdo a mi madre feliz por recuperar un anillo bajo los escombros carbonizados”.

 

 

 

He aquí un esbozo del tiempo transcurrido, más bien, del espacio inicial que, en su caso, luego se mudó por el transitorio de los viajes, el domicilio extranjero exigido a su trabajo diplomático, tanto como la estada en tierras foráneas debido a motivos de estudio y de exilio político.

 

Próximo, en 1992, a vivir La hora de todos, según el título de Quevedo, el poeta de Los penitenciales reunió aquellas significaciones de infancia con precisa y emotiva ponderación, regalando indicios y resonancia autobiográfica de aquella época primera, luego transfigurada en paisajes anímicos y espirituales de su obra poética.

 

“A pocos pasos estaba la Parroquia San Francisco Solano.  El cura convocó a los niños y organizó un “teatro infantil”, y dábamos funciones pagadas.  Así pudo adquirirse para la iglesia un pequeño campanario.  El cura me llamaba para tocar la única campana, frágil e infantil como yo, pero que me resuena.  De repente me parecía que los sonidos brotaban azules y blancos.  Allí radica el amor loco que siempre he sentido por las campanas.  ¡Ay, la calle Progreso! ¿Por qué Progreso si no progresó nunca conforme al criterio positivista?  Era un progreso interior, de la sensibilidad, en un silencio que se fue espesando.  Aquella campana enmudeció como si se hubiera tornado vacía”.

 

 

 

A un poeta como Humberto Díaz-Casanueva se le supone escasamente propenso a la confidencia de la nota emotiva.  En los libros que se le deben habita un ser interrogante acerca de los fundamentos de vivir y de morir, en permanente vecindad conflictiva, mientras habla consigo y con los síntomas desvelados de consciencia estremecida.  Pareciera que sus palabras viajan sólo desde cumbres inaccesibles, cuyo hogar es sólo realidad etérea y poco amiga de concreciones en las que, en verdad, también reconocen origen y fundamento las expresiones más hondas.  Suelen olvidarse que de infancia, es decir, de memorias arquetípicas estamos hechos de por vida.  ¿No es la imaginería de la infancia aquella edad que la voz poética trasunta, de preferencia, según el decir de Rainer María Rilke?

 

Toda persona cuenta con un repertorio más o menos perdurable de recuerdos, pero también con memorias de lo inolvidable.  Los primeros regresan un fragmento, algún episodio, las más de las veces a una persona.  En todos esos regresos, quien los habita es uno, porque nos recordamos al recordar.  Pero la recordación obedece, con involuntaria y sorprendida mirada interna, a un estímulo, a los caprichos de las circunstancias o a la siempre insólita reaparición de lo vivido.  En cambio, lo inolvidable es huella indeleble e incesante.  Da forma a la casa interna y es horizonte con el que se confronta la aparente novedad de la existencia.  Diríase que lo inolvidable asiste, soterrado y definitorio, al acaecer cotidiano.  Está impreso y se lo lleva sin más en todo el ser.  Bien mirado, somos ese cúmulo de espesura hasta en el claro del bosque.

 

Respecto a la pátina indeleble que le dejó su calle y el entorno primero, agrega el poeta:

 

“Frente a la calle Progreso estaba la Sociedad de Artesanos "La Unión".  Ya adolescente, hacía clases nocturnas en la “Escuela Fermín Vivaceta”, mantenida por la sociedad.  En los domingos se llenaban los amplios salones de una juventud, un tanto tímida, que bailaba como los pájaros.  Había un solo piano que ahora se me aparece mortuorio.  Pero en mi espíritu se ha formado una topografía, ya no más realidad sino cadena de símbolos.  La calle San Pablo, el Parque Centenario, el río Mapocho, la Vega, la Cárcel, la Morgue…Mi poesía es heredada de una niñez plena, alegre y triste, pero ensombrecida y llena de temor inconmensurable (…)

 

He vivido en otras casas en Santiago y luego en otras tantas por el mundo.  Ahora, longevo y achacoso, vivo en una casa de amplio jardín, en un barrio hermoso, dentro de un silencio manso y placentero.  Escucho a veces sólo el golpe de alas de tantos pájaros que viene como huyendo.  Lo que sucede es que se aproximan, terriblemente, los "dinosaurios", o sea, los edificios de departamentos.  El destino de esta casa ya está sellado inexorablemente.  Por ello, mi pensamiento va mucho más allá del recuerdo.  La calle Progreso es para mí una visión, un encuentro incesante con un sueño que me alienta”

 

El mundo empieza, cada mañana, en la calle de nuestro domicilio; la infancia, en un haz de memorias y en la fuerza perdurable que mantiene durante los años de formación y en los tiempos activos, esa aparente lejanía que jamás ausenta su permanente influjo.  En buenas cuentas, anímicamente somos la infancia durante toda la vida.

 

Humberto Díaz-Casanueva nació en Santiago el 8 de diciembre de 1906 y falleció en la misma ciudad el 22 de octubre de 1992.