1
A pocos días de haber comenzado mis clases por zoom,
interactuando con mis alumnos tele-presentes, añoro salir de
casa y siento que no he comenzado nada. Por el contrario,
estoy varado en este limbo o inmóvil red de circuitos
concéntricos donde estamos y no estamos al mismo tiempo y
donde muchos, parapetados en un verdadero búnker, exageran
las despedidas sin haber cruzado hacia ninguna parte.
Mientras tanto, en medio del naufragio, otros -vía
teletrabajo- toman el remo en la galera virtual con la
tranquilizadora idea de que es importante mantener todo
funcionando. Pagar las deudas, mantener la ficción a la cual
llamamos normalidad.
2
¿Vivimos, acaso, ya en un futuro sin mañana? Nunca habíamos
tenido tanto tiempo disponible. Es paradójico. En un sentido
sólo comparable a la promiscuidad del teletrabajo que invade
nuestra intimidad. Las pantallas son muros transparentes o
una cuarta pared de representación social colectiva; un
espejismo y engaño de mala tramoya capitalista. Pareciera
que la privacidad se nos fue con el último abrazo. Ahora, al
timón de su cuarto, cada solitario pedalea en el aire
montado en su bicicleta gym, contando latidos y calorías,
inmóvil sin embargo, como polea loca en sí misma.
Mientras tanto, fuera del arca, los marginados deben
atravesar la ciudad hacinados en buses y trenes, expuestos a
diluvio de recomendaciones para prevenir el contagio. La
urbe yace en silencio, acunada por la maleza que crece en
sus calles. La conexión mediática reemplaza gradualmente a
la sociabilidad presencial, que a veces parece un coro de
solistas desafinados. En general, cada cual rima consigo
mismo
en un monólogo de espejo retrovisor ya sin función cuando no
hay proa ni popa en este barco. El aburrimiento contamina la
soledad sin meditación, expuesta a la algarabía de los
reclusos. Ahora la intimidad se paga o se arrienda. Es un
privilegio, un bien suntuario para quienes pueden pagar por
ello. No hay pudor alguno para los que deben permanecer en
el cepo del teclado y contactarse a distancia mediante un
“zoom” que al acercarnos, nos aleja.
3
Una cuarentena de alumnos por curso. Una jornada
interminable. Soy el huésped contractualmente entrometido en
cada domicilio, pieza o dispositivo donde ingreso con mi
clase. Al principio con timidez, cada vez con más
desparpajo, recibo en mi pantalla a casi cuatrocientos ojos
y oídos curiosos intentando inmiscuirse en mi departamento
para saber quien realmente soy o digo ser como anfitrión.
Acaso máscaras ausentes, indiferentes o suplentes en un
loop que me tiene hablando solo, transmitiendo este
mensaje vacío a nadie a ninguna parte. Kafka, Ana Frank y
otros nos lo advirtieron. No los escuchamos. No los leímos.
Si bien el encierro era otro, más hosco (esta reclusión es
más extrovertida, pues oculta las paredes) la oclusión del
espíritu fue la misma. La educación se convirtió en un
instrumento quirúrgico para una nueva lobotomía social: la
generación de un nuevo cognitariado sometido el termitero de
la burocracia. Rancio abuso que el neurocapitalismo
semiogenético está inyectando con sutil nano-pedagogía a
través de este virus que a decir de los expertos no es ni
vivo ni muerto, ni cosa alguna que se le parezca, sino un
mero principio funcional: una partícula que asociada a una
maquinaria biológica puede replicarse. Apagada la clase,
cuelgo mi ropa, armo mi cama e intento dormir, aunque las
noches son largas. Y más largas aún, las pesadillas.
Recuerdo poemas de amigos bajando raudamente / a los
pasillos huracanados/ de la meditación y el pánico,
repaso películas erosionadas de tanto verlas, elijo un
vinilo para escuchar, escudriño papeles que no veía hace
años.
4
Son las 3 de la madrugada y alguien me escribe por wasap:
“¿estás ahí?”. Compartimos el insomnio conversando hasta las
cinco. Como una forma de acercarnos, susurramos. Es lo más
parecido a una caricia que podemos estar. Sin más y sin
saber cómo, estamos ya instalados en el ejercicio diario. Un
nuevo día despunta y la familiaridad de mis alumnos me
reconforta un poco más. Hay complicidad, sutilezas,
indicios, pistas que nos conectan cada vez mejor. A veces,
ante un silencio eterno, los estornudos son campanas
estrepitosas rebotando en ese espacio que imagino al otro
lado de la pantalla, paseando por inmensos jardines
silvestres que se extienden más allá de donde puedo ver. Esa
es la red de la red: el afuera del abismo. He intentado
mantener –como mi empleador sugirió- un fondo sobrio, aunque
aún creo me delatan mis paredes llenas de fotos, cuadros y
libros, mi descuido y esta decoración naíf que dejo
entrever. Y siempre hay puntos ciegos que tapo u obstaculizo
con mi cuerpo, aromas no comunicables, vibraciones no
perceptibles e invisibles brisas que cruzan con suave tenor
o una sombra que se mueve y es sólo una de mis cortinas que
juega con la luz. Mi sala (así le llamo a cada sesión) se ha
convertido en un panóptico al revés, donde todos miran y, al
mismo tiempo, todos son mirados. Un ruedo donde, a veces,
tanta pregunta y observación me saturan y sin embargo me
hacen olvidar que estamos a punto de tocarnos digitando la
pantalla. Ahora sé que el sonido es táctil y cada membrana,
el umbral de una hermosa ilusión. Una vez un profe dijo que
era imposible tocar sin ser tocado. Touché.
5
La pantalla es, antes que un pozo de luz, una ventana de
hojas batientes que pareciera desaparecer, adhiriéndose al
encuadre de toda realidad. Eso, hasta que la frontera
higiénica cierra sus cortinas y vemos la celda hospitalaria
y el apocalipsis zombi en que estamos. Es la fase toxémica
de la enfermedad. El silencio sopla en mi cabeza como si
rozara la loza de un aeropuerto. Vuelo escuchando un tema de
Ornette Coleman (“The Empty Foxhole”, 1966) y un remolino de
viento sopla en mi memoria. Regreso a mi indigente casa de
fonolas en mi población de Conchalí y pienso, como en la
música, “la pobreza es un riesgo; un ritmo desbordado, lo
suficientemente sucio como para bailar con la muerte”. El
disco gira y tiene sentido. Algunos piensan que el jazz
siempre fue un virus,
algo extraño cuyo peligro consistió en no ser nada y al
mismo tiempo poder transformarlo todo al ingresar a otras
vidas. Una fiebre radical que fue invadiendo a otras
músicas, liberándolas de sus amarras puristas para que
pudieran hablar otras lenguas. El pentecostés de la música.
Eso fue el jazz. Un huésped que transformaba el inhóspito u
hospitalario cuerpo social que lo recibía. Algunos han
llegado a imaginar que fue un niño secuestrado, abandonado y
polizonte, aventurero y gañán. El poeta Jean Cocteau, en
1929, escribió y dejó grabado en fonógrafo un poema trágico
(Les Voleurs d’enfants) con acompañamiento de jazz y lectura
del propio autor, donde cuenta la historia de un niño que,
secuestrado a su madre, crece en una atmósfera de circo,
bohemia y mala vida, vestido con parches y adiestrado por
ladrones. Socialmente imbunchado, este pequeño Prometeo
moderno solicitó siempre de nuestro afecto ya que no tuvo
familia, ni amor, ni recuerdos que lo regresaran a casa
alguna, adoptivo o huérfano de nacimiento. Como Chile
huacho, donde todo se arma a pedazos, improvisando en la
intemperie.
|
|
|
|
|
6
Pensando en mi próxima clase, abro el libro “Elegías latinas
de la viruela” del abate Juan Ignacio Molina. Un testamento
de los padecimientos que debió sufrir el jesuita chileno
ante el “hórrido monstruo” que azotó al país en 1761. En
medio de su delirio febril, escribió: la lengua ya no
presta servicio: colgada, seca, muda / apenas pronuncia
sonidos lamentables / incendiado estoy […] alejado de los
límites del aire.
Más allá del músculo, fue el lenguaraz órgano del habla el
que fracasó, impotente ante lo inefable y toxémico del
visitante, como ahora reconocemos la impotencia y desidia
gubernamental ante el COVID-19. Aún así, el empeño no decae
y obstinamos nuevas torpes palabras para alcanzar a decir
algo antes de que sea demasiado tarde, apuntando a una cosa
a través de otra, echando mano a la metáfora viral que
-desde la ribera contraria a la idealización- nos conduce a
la satanización del otrora inocente invasor. William
Burroughs decía que la burocracia era el virus que socavaba
el cuerpo del Estado. Un verdadero cáncer cuya carcoma
mataba los tejidos de la democracia. Lo hemos podido
comprobar hoy, cuando la eugenesia espartana, otrora
resucitada por el régimen nazi y reprobada por los Estados
europeos humanistas de post guerra, reaparece actualizada
por las políticas de Suecia, EEUU, Brasil y Chile, cada vez
más acorralados a tener que llegar igualmente, pese a sus
esfuerzos por evitarlo, a la cuarentena total. Ante una
población indefensa y legalmente "sacrificable", la
evaluación costo-beneficio concluye que es preferible
abandonar el lastre comunitario en favor del nicho
financiero de potenciales consumidores sobrevivientes en un
estado de ficticia vuelta a la normalidad. Resulta más
práctico sitiar a los contagiados por el coronavirus (para
que mueran los que tienen que morir), que intentar salvarlos
mediante cuarentenas totales precautorias. La política de
prevención se descarta enfatizando un enfoque de
focalización y reducción a posteriori del contagio, dejando
así en la más absoluta indefensión a pobres y débiles
inmunitarios. Pareciera que no vale la pena la debacle en
los mercados bursátiles por el inoficioso esfuerzo por
solucionar lo insolucionable. Detener el sistema productivo
o desacelerarlo al mínimo llevaría a una quiebra total.
Entonces, es preferible entrar al ojo del huracán y
definitivamente resetear la economía global contando con que
un nuevo común-inmunitariado sobrevivirá para los mercados
futuros. Así, vemos desde nuestra reclusión epidemiológica a
cientos de muertos incinerados, sin despedida ni ceremonia,
cuya columna apenas será, al día siguiente, parte de una
lista de nuevas estadísticas que el gobierno lee como un
tétrico mantra del nuevo capitalismo feroz. La profecía de
un capitalismo biogenético (la vida como capital biológico)
está aquí ya entre nosotros. Parece lamentable, pero lejos
de ser un lapsus en el devenir, esto parece comportar un
ingreso a otro loop en que la historia nos regresa al
problema básico de la supervivencia como espacio de muerte.
Es altamente probable que muchos, si no la mayoría, podrán
sobrevivir gracias a la galera romana del teletrabajo.
Otros, los desgraciados infectos, serán llevados al monte
para arrojarlos al abismo de un "manejo compasivo", un
eufemismo que en boca de un criminal significa la
des-conexión final de este mundo. La retórica dilatoria es
cada vez más evidente. La gradualidad es un muro de
contención para ocultar el genocidio. Obligados a
encerrarnos con la bestia en el coliseo, los débiles están
cayendo día tras día en la arena. El dilema es en el fondo:
¿quiebra o muerte? Chile está optando por evitar lo primero,
inmisericorde y pusilánime ante lo segundo. Es el
ineluctable avance viral. El que otrora fuera un país
latinoamericano a la sombra del modelo humanista (España,
Francia, Inglaterra) ahora sigue los rieles del nuevo
pragmatismo post-capitalista. El espectáculo es triste. Lo
que finalmente ha desnudado esta global catástrofe sanitaria
es el conflicto que algunos ingenuos creían superado en el
capitalismo tardío, esto es, la disyuntiva espartana, entre
Ley y Humanidad, capital financiero y salud pública. El
Leviathan anda suelto pronto a aplastar las cabezas del
precariado y cognitariado más débil. Creo, sin embargo, que
la sabiduría de un nuevo código siempre subyace a la fase
banal del mal y a la inexorable mudez del asesino. Habremos
de traducir esto en una rebelión diferente. Si traducir es
hablar callando, y sobrevivir es atravesar este difícil
trance viral, creo que es altamente probable que otras
palabras broten del silencio sin megáfono y otras fuerzas
aprendan a convivir con la otredad absoluta del virus dentro
de nosotros. El dios de la higiene es un tabú. La salud está
en convivir con la peste y en hacerla parte de lo que
podemos explorar en ella. Al Leviathan se opondrá un Común
endemoniado que estallará dentro de nosotros, como Legión,
porque somos muchos.
7
Van a ser las siete de la tarde. Debo desconectarme y
sanitizar mi teclado y pantalla. Mañana despertaré para
cuando el paréntesis de la amniósis digital dé, por fin,
paso a otro paisaje y territorio colmado de aire fresco,
libre y abierto.
En cuarentena, Santiago de Chile,2020.
Verso del poema “Tiempos
de cólera” de Eugenio Dávalos Pomareda.