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L E Y E N D A G R E C O L A T
I N A
E L D I L U V I O
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Extraído de
Mitología, enciclopedia semanal de los mitos y leyendas
grecorromanos, fascículo 33, 1974.
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El diluvio destruye la vida en la
tierra
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En tierras cercanas
al monte Parnaso, en Tesalia, moraban Deucalión (de deu: mojar,
inundar) y Pirra (la roja, la colorada de tez o cabellos). Humildes y
buenos, trabajadores y temerosos de los dioses, eran felices. Pero
vivían en tiempos de temor: los inmortales estaban enojados con los
hombres, que tantos crímenes habían cometido. El propio Zeus decidió
por ese entonces exterminar a la humanidad por medio de un diluvio.
Sabedor de los
proyectos divinos, el titán Prometeo corrió a avisar a su hijo, el
humano Deucalión, de la desgracia que lo amenazaba. Y le enseñó a hacer
un arca de madera, para embarcarse en ella con su mujer y sus víveres.
No sopla viento
alguno. Pesadas nubes cubren el cielo y esconden la luz. El silencio
sugiere desgracias que sólo los animales presienten. Asustados, corren
por los pastizales en busca de refugio.
Los hombres no se
dan cuenta de nada. La lluvia, que empieza a caer en gruesas gotas, no
basta para interrumpir los trabajos y las guerras. Nadie se preocupa, y
los labradores hasta llegan a agradecer a los dioses aquella agua
generosa y abundante que, creen, ha de fortalecer sus plantaciones.
El día termina y la
lluvia aumenta. Los granos ha poco sembrados son arrastrados por la
corriente. Los tallos más tiernos son arrancados de raíz. Las frágiles
cabañas se desploman. Las crías de los rebaños se ahogan. El esfuerzo
de un año entero de trabajo está perdido.
Los hombres
despiertan asustados. Sienten el frío del agua bajo los pies, y sólo
entonces comprenden la aflicción de los animales. El pánico desfigura
las facciones soñolientas. A los gritos, en carreras desesperadas,
todos procuran ganar la cima de las colinas y huir de las aguas que
crecen rápidamente.
Zeus todavía no
está satisfecho. El miedo, los campos arrasados y las ciudades
destruidas no le parecen castigo suficiente. El soberano olímpico pide
a Poseidón, dios de los mares, que reúna todos los ríos del mundo y les
ordene rebasar sus lechos con la violencia contenida durante siglos. |
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Cosechas, árboles,
casas, animales, palacios, hombres, todo lo que está en el suelo es
tragado por el ímpetu de las aguas.
Son horas. Son
días. Son semanas. Los sobrevivientes no tienen noción alguna del
tiempo. Aferrándose a la tierra, en lo alto de las montañas, miran el
torrente que crece sin límites. Y finalmente abren los orgullosos
labios para elevar plegarias a los dioses, implorando compasión.
Los oídos divinos
son sordos a los llamados. El torbellino de los ríos y las lluvias
invade la cima de los montes y ahoga en un instante gritos y hombres.
Cuando dejó de llover, entre el mar y la tierra no había diferencia
alguna: todo era una planicie líquida, y esa planicie no tenía márgenes.
Sólo un punto
oscuro flotaba entre las aguas: un barco pequeño, un arca, donde
Deucalión y Pirra conservaban encendido el último destello de vida sobre
la tierra. Navegando a merced de las olas, consiguen llegar, tras nueve
días, a la cima del monte Parnaso, el único lugar seco en medio del
inmenso mar. Al salir del arca erigen un altar y oran a las
divinidades.
Sobre el planeta no
quedaba más que esa pareja obediente a los dioses. Entonces Zeus
decidió dar por terminado el castigo. Cesan las lluvias, las aguas
descienden y la tierra aparece: árboles deshojados, rebaños muertos, lo
mismo que los hombres. Y frente a tamaña desolación, sólo hay un hombre
y una mujer.
Es imposible vivir
en un mundo así. Deucalión y pirra piden a los dioses que los ayuden a
repoblar la Tierra. Consultan al oráculo y oyen su respuesta: "Arrojad
a vuestras espaldas los huesos de vuestra madre". Durante algún tiempo
meditan sobre el significado de esas palabras, hasta que finalmente
comprenden: su madre es la tierra, y los huesos de ella, las piedras. |
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Se ponen entonces a
recoger piedrecillas del suelo y las arrojan hacia atrás.
Inmediatamente los invade inmensa alegría, pues las piedras se van
transformando: las lanzadas por Pirra se convierten en mujeres, y las
que Deucalión arroja, en varones.
La salvación de Cerambo en el insecto fugitivo
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La tradición cuenta
que también Cerambo, un guardián de rebaños de Tesalia, había conseguido
escapar de la furia del diluvio, pero sin conservar forma humana.
Volvía del campo
con sus cabras, cuando miró al cielo y vio que las nubes formaban una
capa tan densa y baja que parecía anunciar el desmoronamiento del cielo.
El pastor apuró el
paso, alarmado, llamando a sus animales. Apenas puso al abrigo sus
rebaños empezó a llover. Cayeron gotas gigantescas y ruidosas. Cerambo
corrió hacia la cabaña. Y, en la oscuridad, dirigió plegarias a los
dioses: presentía que no se trataba de un simple temporal. Las aguas
fueron entrando en el vano de la puerta. Derrumbaron ánforas.
Cubrieron los pies del pastor. Lo aterrorizaron con su fuerza.
Cerambo redobló el
fervor de sus oraciones y las aguas redoblaron su volumen. Parecía que
los Inmortales no atenderían jamás sus súplicas. Nada le quedaba sino
la huida.
Salió de la
puerta. Miró en torno y lo que vio era una cortina líquida, espesa,
cayendo con furor para convertirse en violentos torrentes. A lo lejos
divisó con dificultad la cima de una colina que desafiaba el poder del
diluvio. Hacía allí se dirigió, moviéndose como podía entre el lodo y
los destrozos.
No pudo andar
mucho. Maderas, restos de rediles, animales muertos y la misma fuerza
del torrente le impedían el paso. Cerambo se detuvo. Los esfuerzos
humanos por sí solos no bastarían para vencer a la naturaleza.
Nuevamente dirigió súplicas a los dioses. Les gritó su desesperación.
La respuesta fueron grandes ráfagas de lluvia y una mayor violencia de
la corriente implacable. Pero las ninfas oyeron sus angustiosos
llamados. Eran sus amigas. Se afligieron por su suerte, aunque también
temían por sí mismas: Zeus las castigaría si ayudaban a un mortal.
Vacilaron un
momento. Los gemidos de Cerambo crecían angustiosamente. Del corazón
de las Ninfas desapareció el temor y sólo imperó la piedad. Con sus
poderes transformaron al pastor en un pequeño escarabajo, insecto que
parece formar el mundo cuando hace su nido esférico, y bajo esa forma
pudo salvarse de las aguas en el punto más alto del monte Parnaso. |
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La muerte se olvidó de llevar a Mégaro
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Otros afirmaban que
el último sobreviviente del terrible diluvio fue un cierto Mégaro,
porque era hijo de Zeus con una mortal de cuyo nombre nadie se acordaba.
Contaban que él
dormía tranquilamente la noche en que las aguas dieron cuenta del
mundo. Como tantos otros, no reparó en la inquietud de los animales que
trataban de comunicar a los hombres la inminencia de la catástrofe.
Soñaba, ciertamente, cuando lo despertaron aullidos de lobos y gritos de
pájaros. Le pareció extraño el alarido de la noche. Los truenos
retumbaban como tambores de guerra y el tejado de su casa se estremecía
como si mil soldados marchasen sobre ella.
Mégaro se levantó.
El suelo de la casa estaba mojado. Corrió la puerta. Miró hacia afuera
y no vio más que oscuridad. Se volvió. Las aguas crecían dentro de su
habitación, como si el simple acto de abrir la puerta representara una
invitación para aquellos ríos de lodo y desolación. Era preciso huir.
Sin tiempo ni preocupación de reunir su bagaje que era la vida en sí
misma. Salió hacia la tempestad. Cayendo y levantándose, con las ropas
empapadas, se dirigió hacia donde creía que estaba la montaña. El
itinerario recorrido era el correcto. Tras horas penosas llegó al pie
del monte Gerania y empezó a escalarlo. El viento y la lluvia le
castigaban el rostro. Las manos eran arañadas por el filo de las
piedras. El cuerpo entero estaba herido, pero nada podía vencer su
deseo de vivir.
Cansado, ya sin
fuerzas, sangrando, Mégaro alcanzó la cima del monte. Allí se abandonó
al abrigo de una roca y respiró, como si agradeciese a los dioses.
Después miró hacia las tinieblas que cubrían el mundo y vislumbró sólo
la imagen de la muerte pasando rápidamente entre los hombres.
Cuando las aguas
comenzaron a bajar, vio desde el monte un puente de rocas y tierra que,
como una señal de paz de los dioses, unía el Oriente con el Occidente:
el istmo de Corinto. |
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