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E L C A Z A D O R
E N E L U M B R A L
U N
C U E N T O D E J O R G E C
A L V O
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Nace en
Santiago de Chile en 1952, cuentista y novelista. Ha publicado
los libros de cuentos No queda tiempo, El emisario secreto, Fin
de la inocencia y las novelas La partida y Ciudad de fin de los
tiempos. Dos de sus libros han sido traducidos al idioma sueco.
A inicios de los ochenta se desempeña como editor de narrativa
de la revista literaria Huelen y posteriormente colabora con la
revista de literatura sueca Res-publica. Cuentos suyos han sido
incorporados a diversas antologias y textos de caracter
colectivo y también se han publicado en numerosas revistas. Su
cuento No queda tiempo forma parte del curso Spanish American
Short Story del programa de Literatura de la Universidad estatal
de West Georgia en USA.
Actualmente se desempeña como director literario de
Cactuscultural.cl y director de Narrativa y Difusión de Signo
Editorial Ltda.
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"qué
lugar para hacer auto-stop…"
Julio Cortázar.
-Ha pasado mucho
tiempo deshabitada…y usted sabe, las casas necesitan…vida, calor
humano…
La voz del
funcionario parece fluir en una realidad diferente, piensa,
mientras contempla las frías habitaciones bañadas por la
precaria luz de la tarde invernal. Deja caer el impermeable
sobre una silla y, el funcionario que ha terminado con las
maletas le pasa un manojo de llaves y se despide. Él no logra
quitarse la idea de que esa voz nace en otro lugar, pero se
encoge de hombros y en cuanto queda solo, una densa marejada de
olores estancados vienen a estrellarse contra su nariz. Aguanta
la respiración, evitando vomitar. Quiere abrir una ventana,
pero resulta casi imposible desplazarse del intrincado laberinto
de inmundicias. Por todos lados asoman restos de cenizas,
comidas putrefactas, recipientes colmados de materias diversas y
una amplia y confusa red de telarañas. Una casa barata en las
cercanías del mar, piensa al tiempo que forcejea, a empujones y
tropezando logra al fin llegar hasta una ventana. El aire
helado de la costa le llena los pulmones, respira hondo y
durante un par de minutos observa el viento que infructuosamente
trata de arrancar las ramas sin hojas de la enredadera del
patio. Lo entretiene la visión de las casas diseminadas hacia
la playa y más allá, la línea del horizonte, inmóvil sobre la
azul y brillante inmensidad del mar, y contra el ocaso van
dibujándose las siluetas difusas de otras calles y de un
invierno amarillo y antiguo anclado en el olvido. Sin apartarse
del alféizar, se deja conducir al bullicio incesante del
pasado. Sacude la cabeza apartando los recuerdos y su mirada
recorre los muros del lado opuesto del patio, donde las ventanas
devuelven el reflejo de las nubes contra el cielo recortado por
las techumbres vecinas. Anochece. El viento se detiene y al
apartarse de la ventana cree percibir una presencia, agazapada,
entre los arbusto, abajo.
Las primeras horas
transcurren veloces, mientras pone la casa en condiciones de ser
habitada. Abre espacio a sus libros en un estante repleto de
libros escritos en una jerigonza impenetrable. Instala la
Underwood portátil cerca de la ventana. Decide dejar en la
pared un viejo afiche de la película El Desierto de los
Tártaros, con almenas alzadas contra un páramo en
tinieblas. Distribuye el equipaje en los armarios, se ducha,
prepara café y cuando al fin se instala a revisar los apuntes
para el artículo sobre hipnosis y regresión, siente que una
especie de espuma intangible se desplaza por el aire y parece
empujarlos hacia el borde de un abismo.
Se siente absurdo,
tratando de comprender qué es eso incorpóreo, testarudo y
alucinante, que se desplaza como un fluido y al parecer lo
vigila. Es algo que, como una malla de aire, abarca e impregna
las cosas. No semeja nada humano o maligno. Y no se puede
ignorar o dejar de lado, puesto que eso, simplemente es el
silencio.
Un silencio
distinto, de ámbito propio, con pulsaciones y pureza
excepcional. Un ente vivo y dilatándose, como las ondas
producidas por una piedra al caer en la superficie quieta de un
lago. Un silencio que crece y se concentra, hasta alcanzar un
punto comparable con el silencio anterior al primer día. Y lo
que más le fastidia, es haber tropezado con él y tener el dudoso
privilegio de vivirlo.
Al poco tiempo se
acostumbra a esa pasmosa quietud, donde los sonidos más mínimos
destacan con tanta nitidez, que lo distraen. Oír el golpe de
una puerta cerrándose, el ronquido de un automóvil a lo lejos, o
el grito alegre de algún niño que pasa por la calle, es como
mirar fotografías dotadas de vida propia. Incluso puede oír el
roce desolador, proveniente de sus propios calcetines, cada vez
que se aproxima a la ventana a contemplar la nieve descolgándose
en el patio interior. |
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los sonidos cruzan
las paredes y le aproximan los movimientos del departamento
contiguo, ahí vive una mujer, vio su mano delgada y blanca
corriendo una cortina una mañana de mucho frío. Y gracias al
silencio irreverente, ahora conoce los hábitos de ella casi
mejor que si vivieran bajo el mismo techo. Ha comprobado que
vive sola y a veces mantiene interminables conversaciones
telefónicas. En las madrugadas lo despierta el débil y blando
sonido del cuerpo de ella girando entre las sábanas y abre los
ojos convencido de que la va a encontrar dentro de la
habitación. Cierta noche oyó apenas un murmullo, un respirar
quebrado, y la cama que crujía a un ritmo cada vez más intenso.
En las mañanas la oye caminar lánguida al baño, escucha el agua
corriendo en el lavamanos, el cepillo frotando sus dientes, y en
el silencio definitivo, cuando ella orina, el sonido llega tibio
y salpicado aún de sueños. También sabe que al atardecer
interrumpe sus labores, relacionadas con técnicas de modelar y
enciende el televisor, o escucha baladas de un grupo folklórico
moderno. El silencio es abolido por la música. Entonces, para
no pasar casi todo el día asistiendo al espectáculo de una vida
ajena y para escapar a los sonidos naturales de su propio cuerpo
y sobre todo para no ver, cada vez que se descuida, el desfile
interminable de fotografías descoloridas de su propia memoria,
se procura algunos discos. Dedica una atención esencial a
Jarret, a Cátaro y a la música de cámara del renacimiento.
Alquiló la casa con
la intención de terminar una serie de artículos sobre memoria
encarnada, pero cada vez que deja de teclear a la máquina y el
disco o el cassete termina de girar en el equipo electrónico, el
silencio se instala como un abismo, ejerciendo sobre él una
espantosa fascinación. Sospecha que algo más se oculta en ese
silencio, un sonido especial, un ente, una puerta. Intuye que
se trata de una presencia tan verdadera como el hambre o la luz
del sol.
A veces en las
tardes se sienta junto a la ventana y lee un libro o contempla
la nieve cayendo lenta sobre las piedras. A pesar que se
distrae no logra apartar la atención de los pequeños cambios que
se producen en el tráfico cotidiano de los sonidos. El viento
empuja las conversaciones deshilvanadas del parque, el graznido
de las gaviotas sobre el mar o el motor lejano de un avión.
Entonces recuerda el hechizo de ciertos coros y el canto con que
las sirenas atraían a los navegantes griegos. Y, en cierta
ocasión, no logra evitar la sacudida que le produce un ruido,
dura apenas un segundo, sin embargo ilumina como un rayo hasta
el más escondido rincón de la tarde y ocurre tan veloz y de un
modo tan especial, que más parece una jugarreta de la memoria o
de la casualidad.
A partir de
entonces comienza a esperar ese instante especial, apenas un
momento en que la nada se torna relámpago y se descarga y se
atiza y desaparece, dejando un séquito de diminutas doncellas
que danzan en el aire. Supone que los ruidos imprimen marcas en
el silencio y llega a imaginar una suerte de secta sagrada,
donde un puñado de seres iniciados dominan las claves de una
alquimia milenaria, practicada en secreto durante siglos, y
ellos poseen la sabiduría necesaria para, con sonidos, tallar en
la superficie del silencio las imágenes esenciales del fluir de
los tiempos, y sólo seres muy escogidos tienen permitido
descifrar aquel código, acaso los ciegos.
Casi sin darse
cuenta se transforma en un vigilante. Sabe que algo puede venir
en cualquier momento desde el interior de la nada, y como
Ulises, no quiere perderse, por ningún motivo, la oportunidad de
oír aquel sonido especial. De tanto acechar, termina
familiarizado con una serie de ruidos desechables que llegan
puntualmente cada día; las campanadas de la iglesia repicando
sobre los tejados de la ciudad vieja, las bocinas de los barcos
en un ir y venir que se detiene al caer la noche y se reanuda
con la aurora y las primeras personas que trabajan al otro lado
del estrecho. De tanto oír los ajetreos de la vecina, llega a
la conclusión que la vida no es más que la sucesión de ruidos
absurdos, repitiéndose, implacables, día tras día.
Semanas después,
mientras lee en el periódico noticias cotidianas relacionadas
con bombardeos, miseria y miles de refugiados desplazándose por
el orbe, cree oír nuevamente aquel sonido. Esta vez se trata de
algo extraordinario. Se deja oír casi durante un minuto
completo y acaba desbaratando por entero la tranquilidad de la
tarde. Lo más fantástico, es que por un diminuto instante, se
ve así mismo en posición de contemplar algo increíblemente vasto
y total, una suma donde las imágenes fluyen a velocidad
descabellada. Nerviosos, perplejo, se pone de pie, no tiene un
segundo que perder, pero antes de darse cuenta se descubre
mirando el mismo rostro inmutable del silencio de siempre. |
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Ya no puede
continuar tan tranquilo sin descubrir el origen de aquello.
Sabe que no viene de las habitaciones. Desde la ventana, mira
el patio cubierto de nieve y a través de los cristales de las
casa vecinas atisba un mundo desierto, con seres sumidos en un
silencio fantasmal y , como si inesperadamente un velo se
descorriera, se descubre solo, en una ciudad vacía.
Se propone
averiguar la procedencia de aquel sonido, y si es posible
atraparlo, ya que de otro modo jamás logrará salir adelante con
sus planes. Cada uno de sus intentos resulta inútil, y consigue
sentirse ridículo al convertir la casa en un puro caos, sin
hallar el menor indicio. Durante algunos días anda como
aturdido maldiciendo, sin ánimo de comer ni escribir. Apenas el
Jazz y la música del piano le ofrecen una tregua fugaz, pero son
insuficientes. Ahora entiende que puede ingresar a territorios
apenas entrevistos en los sueños y acaso en la poesía.
Premunido de
diversos aparatos de grabación, cables y micrófonos, instala una
red para atrapar el sonido en cuanto se presente. El plan es
simple, se trata de grabarlo, establecer la dirección y
encontrar su origen. Por cierto, el complejo dispositivo exige
dejar de lado la música, de modo que el silencio se torna
insoportable. Un silencio categórico que lo empuja a
desarrollar compromisos absurdos y menudeos sin importancia para
engañar el implacable transcurrir de los segundos.
Una noche, en que
agotado se encuentra a punto de olvidar todo el asunto, vuelve a
suceder. Esta vez lo despierta de un sueño colmado de oleajes y
símbolos difusos y lo enfrenta de un golpe a una vibración
luminosa e inagotable. Temblando descubre que se encuentra ante
una puerta que conduce a lo más insondables y vital y no gana
nada con correr a la grabadora, ya que todo habrá concluido
antes que presione el botón. Y quizás no vuelva a repetirse.
Adelanta un pie, para cruzar el umbral, dispuesto a perderse la
vida o la cordura, pero tropieza con los mismos objetos de
siempre que yacen mudos en la habitación. Se siente abandonado
a mitad de camino, apretando una pequeña piedra en la mano, pero
con la certeza que allí, en alguna parte, existe una puerta que
comunica con algo inconcebible.
Asume su cometido
como un peregrino, reduce las actividades y ordena la vida de
modo que lo más importante pasa a ser la búsqueda.
Descubre que el
silencio no cambia de expresión, pero a veces, en muy contadas
ocasiones, alcanza una pureza excepcional, entonces brota aquel
sonido donde cristaliza la realidad.
Vislumbra que puede
pasar mucho tiempo antes de oírlo nuevamente. No se impacienta,
ya no necesita esperar. Aquella misma mañana, comienza a
trabajar para producir el sonido por sí mismo y con la mayor
perfección posible. Hace esfuerzos inauditos, y a ratos cree
acercarse lo suficiente como para reconocerlo. Mientras tanto
la casa ingresa en una atmósfera de parálisis y sombras. La
ceniza de los cigarrillos se acumulan por doquier, los alimentos
se descomponen y hieden en los tiestos. Él se encuentra
embarcado en la búsqueda de aquello, decidido a encontrarlo, sea
como fuere.
Hasta que un día, a
la hora incierta del crepúsculo, como si atravesara,
desconociendo todas las leyes existentes, una espesa maraña de
tiempo y hojarasca, sus labios reproducen al fin, nota por nota,
los acordes centrales del sonido, y de inmediato se ve de pie en
el umbral, desde donde se le permite presenciar, fluyendo como
en un espejismo, el mar estático y prodigioso de la realidad.
Se encuentra
perfeccionando la articulación de los compases, cuando oye
abrirse la puerta de calle y ve entrar al funcionario, trayendo
el equipaje de alguien que viene más atrás. Entonces, desde una
zona de absoluta irrealidad, escucha del otro lado la voz
diciendo:
- Ha pasado mucho
tiempo deshabitada…
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