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M A N R A Y
A U T O R R E T R A T O
t r a d u c
c i ó n d e R o s s a n a C
á r c a m o
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Miss Dreier y
Duchamp se encontraban ya en las galerías de la “Sociedad
Anónima” cuando llegué ahí, la mañana de la inauguración, para
una última revisión. Miss Dreier estaba inquieta: todo estaba en
su lugar salvo la pantalla de la lámpara. ¿No la había traído
yo? preguntó ella, mostrando con el dedo una esquina –vacía- en
la sala. El soporte estaba bien allí, pero no la espiral de
papel. Yo ahí no entendía nada. ¿Qué vamos a hacer? dijo Miss
Dreier. La pantalla figura todavía en el catálogo. Se llamó al
conserje, que acababa de hacer el aseo. ¿El embalaje para el
stand? dijo él: él había hecho una bola de papel y lo sacó
junto a los otros desechos. Tranquilicé a Miss Dreier
prometiéndole otra pantalla para la inauguración, que tendría
lugar en la tarde. Fui donde un hojalatero y delineé un dibujo
sobre una hoja de metal, que él cortó. Tomé un tarro de pintura
blanca, mate, de secado rápido, una brocha, y llevé todo a la
galería. Doblé el metal en espiral, lo até al stand y lo pinté
blanco. El objeto se parecía mucho a la primera pantalla. Al
cabo de algunas horas estaba seco. Satisfecho, contemplé mi
obra, feliz de constatar que ella resistiría a todo intento de
destrucción. Otros objetos que he fabricado han sido destruidos
por los visitantes, no solamente por ignorancia o descuido, sino
voluntariamente como forma de protesta. Pero he conseguido
fabricar objetos indestructibles, dicho de otra manera, he hecho
numerosas copias sin ninguna dificultad.
Fue para mí
una gran satisfacción vender mi pantalla para la colección de
Miss Dreier y, aunque no he oído nada más desde la dispersión de
esta colección (ocasionada por la muerte de Miss Dreier), he
hecho una docena de copias para otras exposiciones. No tengo
ningún remordimiento al respecto: quemados, un libro o una
partitura musical de valor no son siempre destruidos. Sólo un
coleccionista, habiendo comprado el objeto por razones
especulativas, dudaría en agregar tal objeto a su colección.
El nuevo museo
recibió mucha gente. Miss Dreier realizó sus proyectos: primero,
algunas conferencias sobre el arte hechas por pintores. Yo fui
uno de los artistas escogidos. Nunca había hablado en público y
temía mucho esta conferencia. Pasé un día entero reflexionando
cómo enfrentaría el tema. No lograba decidirme por dónde
comenzar. Ni siquiera trataba de tomar algunas notas que me
sirvieran de guía. La tarde de la conferencia, tomé un autobús
que me llevó a la galería. En el camino, una idea vaga se dibujó
en mi cabeza. La galería estaba colmada de gente. Miss Dreier me
presentó, y me encontré delante del público, ese monstruo con
varias cabezas que parecía listo a devorarme. Concentré toda mi
atención en una persona que se encontraba frente a mí, como si
se tratara de un frente a frente. Comencé agradeciendo
amablemente a los organizadores de esta conferencia, quienes me
otorgaban el privilegio de dirigirme a un público selecto. Mi
discurso sería breve, agregué, pues tengo la costumbre de
expresarme por la pintura y no por las palabras. Luego conté una
historia: el otro día, yo había venido a la galería para
fotografiar un cuadro. Había instalado mi cámara. La gente que
se encontraba allí, había tenido la amabilidad de evitar pasar
entre la cámara y el cuadro. Todos, salvo una persona que
pareció ignorar mi presencia y pasó varias veces delante de la
cámara, deteniéndose incluso algunos instantes delante del
cuadro que yo fotografiaba. No le dije nada, sabiendo que el
tiempo de exposición sería largo y que, en esas condiciones,
nada de lo que se moviera delante de la cámara aparecería en el
negativo. Sin embargo, cuando desarrollé el rollo esa noche, lo
encontré virgen. La foto fue un fracaso. Quizás yo no había
calculado correctamente el tiempo de exposición; o era a lo
mejor la culpa del individuo que estuvo mucho tiempo detenido
delante de la cámara. Puse a secar esa placa junto con las
otras. La mañana siguiente examiné con más atención el negativo.
Había algo encima. La placa parecía enteramente cubierta de una
escritura muy fina. La saqué y leí el texto. Era un ensayo
sobre el arte moderno. El visitante que se había colocado frente
al cuadro, ¿había transmitido sus pensamientos al negativo ultra
sensible, por una especie de telepatía? Era la única explicación
que me venía a la mente… La sala bebía mis palabras como si se
tratara de una novela detectivesca. |
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Max Ernst, Les Malheurs des inmortels,
París, 1922. |
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Hans Arp, Richard Huelsenbeck, Phantastische Gebete,
Zürich, 1916. |
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No me acuerdo
de las palabras exactas que usé entonces. Sé que inicié una
larga diatriba en contra de los mercaderes de cuadros, los
coleccionistas y los críticos; que defendí la integridad del
artista y puse en duda los móviles de aquellos que sólo pintan
para gustar, trucando así todos los datos del problema. Terminé
bruscamente condenando las exposiciones en general, sin que
quedara claro para mis auditores si yo citaba el ensayo o si yo
expresaba mi propia opinión. El público aplaudió y me quedé muy
contento: al menos no los había aburrido.
Miss Dreier se
levantó majestuosamente, se dirigió a la plataforma, se me
acercó y me agradeció. Luego, girándose hacia la sala, ella
anunció que era su turno para hablar de arte, y eso en un modo
más serio. Yo me hundí en una silla.
Duchamp estaba
en contacto con un joven grupo de pintores y de poetas
parisinos, los dadaístas, que nos pidieron contribuir con sus
publicaciones. Pero ¿por qué no publicar una revista dadaísta en
Nueva York? Nosotros nos pusimos a trabajar. Duchamp dibujó la
carátula, pero él me dejó la responsabilidad de la puesta en
página y del contenido de la revista. Tristan Tzara, uno de los
fundadores del dadaísmo, nos envió, desde Paris, una caricatura
de autorización oficial, que nosotros tradujimos. En cuanto al
contenido, yo lo tomaba dónde lo encontraba. Hubo un poema del
pintor Marsden Hartley, una caricatura hecha por un llamado
Goldberg, dibujante para los diarios, y algunos eslóganes
banales. Stieglitz nos dio fotos de una pierna de una mujer
calzada de zapatos muy pequeños. Agregué unas fotos erróneas
sacadas de mis propios archivos. Distribuimos la revista de
madrugada y llamó muy poco la atención. Ella tuvo sólo un
número. Mejor tratar de cultivar lirios en el desierto.
Man Ray
Wiederabgedrukt aus: Autorretrato, Paris 1964.
Rossana Cárcamo es escritora chilena y amigaza nuestra,
avecindada en Bélgica. Escribe bajo el seudónimo de
Verónica Rocasé.
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