B R E V E S   R E L A T O S


Ana Patricia Moya Rodríguez.

 


Ana Patricia Moya Rodríguez \ Periquilla Los Palotes (Córdoba, 1982)

 

Estudió Relaciones Laborales y es Licenciada en Humanidades por la Universidad de Córdoba. Ha trabajado como arqueóloga, profesora de clases particulares, joyera, informática, investigadora de libros antiguos, etc. Actualmente, estudia Master en Textos, Documentación e Intervención Cultural, hace prácticas en una editorial, es pluriempleada – alterna su trabajo de bibliotecaria con el de joyera - y directora \ editora \ coordinadora de Groenlandia, Revista de Literatura, Opinión y Arte en general. Ha publicado un poemario, titulado “Bocaditos de Realidad” (Groenlandia, primera edición del 2008 y la segunda del 2010). Sus poemas y relatos han aparecido en diversos fanzines y revistas, impresas y digitales, de España e Hispanoamérica. Sus poemas han sido traducidos al inglés, al catalán y al italiano.


 

 

P O D E R

 

Te sientas cómodamente en tu silla. Quítate la dentadura. Obedeces sin rechistar. Deja que te ponga el babero... eso es. Te enseño la cuchara. Vas a comerte todo lo que te he preparado. La papilla de verdura entra en tu boca. Tragas. Eso es, muy bien… venga, otra cucharada. Vuelves a tragar. Abre más la boca… mucho más. Así haces. Así hacía yo cuando me ponías la cara entre tu entrepierna para que te la chupase. Meto la cuchara. Podría meterte la cuchara hasta la garganta… cómo tú hacías. Tu paladar disfruta del sabor, me miras con esos ojos arrugados y hundidos. Ya no reconoces a la niña a la que violabas, no te acuerdas de nada: ya sólo te queda esta triste enfermedad senil. Te limpio con una servilleta de papel las comisuras de los labios, manchados de comida. Tengo poder sobre ti: estás indefenso. Retiro tu plato vacío. Podría envenenarte la comida, podría agarrar tu cuello y apretar hasta la asfixia. Saco de la nevera una manzana, la corto en trozos pequeños. Con este cuchillo clavado en alguna parte de tu cuerpo podría cortar de raíz el pasado. Coloco en tus manos temblorosas los pedazos de la fruta que te vas llevando a la boca, despacito. Sonríes agradecido; yo me limito a recoger la mesa y limpiar. No son los malditos lazos de sangre los que me impiden matarte: cuando el poder se convierte en misericordia, ya sólo te queda el olvido.

 

 

(De “Nosotras”, inédito)

 


 

T E N G O   U N A   P I S T O L A

 

¿Sabéis? Tengo una pistola. La escondo en el cajón del armario, la limpio todos los días con un trapo. Mi victima de hoy es mi novio. Bueno, mi ex novio, porque he cortado con él y dentro de poco vendrá a casa a recoger sus cosas. Mira por dónde: ya está llamando a la puerta. Yo escondo el arma en mi bolsillo y le abro. El muy cabrón, sin dirigirme la palabra, entra al cuarto, saca su maleta y empieza a llenarla con ropa, videojuegos, cómics y demás pertenencias. Yo le observo, furibunda, pero no me lo cargaré aquí. Cuando termina, no abre la boca para despedirse de mí: se va directo del piso. Yo me asomo al pasillo y veo como se aleja hacía las escaleras, paso a paso. Sé que ha llegado la hora de poner punto y final. Saco la pistola. Apunto. Lo mato. Lo mato en mi corazón. Lo mato en mi cerebro. Y no, no ha habido disparo de mi pistola de juguete, pero el asesinato ya ha sido cometido. ¿Sabéis? Ya me está aburriendo la pistolita de las narices. Tenía que haberme comprado en la juguetería una metralleta con ruido para haberle dado un buen susto a mi ex porque más susto me dio a mí cuando lo pillé con mi mejor amiga en la cama.

 

(De “Fábulas Urbanas”, inédito)

 


 

M A R I A  Y  A N T O N I O

 

María recibía todos los días un ramo de rosas rojas y blancas en su habitación. Cuando llegaba Antonio, la chica se lo comía a besos. Pero las flores no las mandaba él: se las enviaba su mejor amiga, la mujer con la que se acostaba su novio desde que María ingresó en el Hospital. La amante se sentía culpable por traicionar su confianza, por ser la sustituta de un niñato caprichoso. Y Antonio lo sabía todo, pero prefería callar y abrazar a María en la planta de oncología.

 

(De “Sobre el amor y sus miserias””, inédito)

 


 

L A  C O S T U M B R E

 

Me despierto cuando la luz, a través de la ventana, me da directamente en la cara; malhumorada, miro el reloj, es muy temprano, refunfuño por lo bajo – odio levantarme a estas horas, y más en vacaciones – y noto molestias en la espalda cuando me estiro. Lógico: he dormido encogida en el sillón de esta casa. Me incorporo, despacio, con cuidado de que alguna vértebra no se descoloque, me alboroto el pelo – definitivamente, de hoy no pasa, esta tarde a la peluquería a cortarme las greñas – me acaricio la nuca, en un intento frustrado de calmar este dolor que en horas sucesivas será un incordio; retiro la manta al suelo, que no ha conseguido protegerme completamente del frío propio de Febrero. Carraspeo. Estornudo. Genial. Aparte de estar con la espina dorsal jodida, el resfriado me adornará con una cara de perros, una nariz irritada por culpa de los mocos, y quizás, una frente ardiendo. Me siento, despacio, y agarro de nuevo la manta y me cubro con ella. Sorbo fuerte por la nariz. Joder. El mal humor matutino tiene que desaparecer, porque me conozco, sé que soy bipolar, y de la mala leche puedo pasar en cuestión de segundos a la depresión profunda. Comienza un nuevo día y tengo que recargar las pilas: hay un montón de tareas que concluir. Necesito un café, tostadas con aceite… y una pastilla, o mejor, una tortilla de pastillas, ya siento como me cruje la cintura y la garganta me arde. Pero me da vergüenza rastrear en hogar desconocido: de hecho, en mi propia casa, pido permiso hasta para coger un vaso de agua, este aspecto de mi carácter le pone los nervios de punta a mis padres.

 

No sé si esperar o levantarme, envuelta en mi gruesa capa protectora: la ropa está dentro de su cuarto – y el tabaco, otra cosa importante que ahora me vendría muy bien - y no puedo entrar, soy respetuosa con el sueño ajeno y no quiero despertarle. Mierda. A saber a que hora se levantará. Y yo no puedo perder el tiempo: el autobús pasa cada treinta minutos y no tengo dinero suficiente para un taxi. ¿Qué hacer? Me miro los brazos: la piel de gallina. Siento un ligero latigazo al final de mi espalda, me cubro la boca con la mano, vuelvo a toser. Decidido: aunque sea una falta de educación, rebusco en la cocina a ver si encuentro alguna caja de aspirinas, me serviré aunque sea un vaso de leche fresquita y luego, entraré a vestirme. Al levantarme torpemente, escucho sonidos al fondo del pasillo: menos mal, ya está en píe. Un alivio. Resuena mi nombre en las paredes del apartamento, pero yo no respondo, por la maldita ronquera; aparece por el salón, con mi camiseta puesta, sonriendo ante mi cómico aspecto de fantasma tembloroso; yo la miro, muy seria, y tocando suavemente mi cuello, le digo, con voz bajita, que tengo que marcharme, que si es tan amable de darme un Ibuprofeno o un Nolotil, lo que sea. Ella, en silencio, me observa, con esos ojos de un azul profundo; yo me pierdo en ellos, me quedo quieta en mi sitio, eso sí, un poco extrañada, esperando una reacción. Me pregunta que por qué no me he quedado a dormir con ella en su cama de matrimonio, más cómoda que ese pequeño sofá destartalado que me ha destrozado los huesos. Y yo le aclaro, suspirando, que después de tantos años de soledad, se me hace raro dormir con alguien a mi lado. 

 

(Este relato es inédito)