J e a n   R a y

L a   v e r d a d   s o b r e   e l   t í o   T i m o t h e u s


T r a d u c i d o   d e l   f r a n c é s   p o r   S a l v a d o r   B o r d o y   L u q u e

 


Había en él tan poco de imprevisto y de misterio, que todos, queriéndole y respetándole, le despreciaban.

 

Oskar Panizza ( Versionen der Dämmerung.)


 

Mi tío Timotheus Forceville trituró nerviosos la borla de su birrete y, por sexta vez en el transcurso de la tarde, exclamó:

 

-¡No estoy de acuerdo! ¡No estamos de acuerdo, monsieur Pertwee!

 

Las agujas de hacer punto de mi tía Saphronia bailaban un minué de hierro bajo la lámpara de capuchón verde manzana; Sipp, el canario, interrumpía sus trinos para raspar con fuerza los barrotes plateados de su jaula.  Afuera lloraba el viento de noviembre.

 

-Dick- dijo mi tía, echando sobre mí una mirada severa-, Dick, querido, me figuro que no estarás leyendo un libro pernicioso.

 

-Son las poesías de Coleridge- respondí con voz desabrida, porque me aburría a muerte.

 

-Es una lectura muy edificante- intervino mi tío Tim-.  En mi juventud declamé Le vieux marinier, de este autor honorable, y eso me valió mucho éxito.

 

-Timotheus, no te distraigas de tu trabajo- dijo mi tía.

 

-Tienes razón, querida_ admitió el buen hombre_.  Este trabajo es, en efecto, muy importante.  ¿Sabes lo que ese necio con barba que se llama Samuel Pertwee se propone imprimir en los anales turísticos del año?...  "La isla Staffa se encuentra a los cincuenta y siete grados de latitud Norte, a dieciséis millas de la isla de Mull, pertenece al grupo austral de la Hébridas y alcanza su fama de la célebre gruta de Fingal, que significa gruta que canta..."  Hasta aquí estoy completamente de acuerdo..., o, mejor dicho, tengo que hacer una objeción:  el término más apropiado, más justo, sería gruta melodiosa...  "Hasta el año mil setecientos setenta y dos nadie puso los pies en esta isla perdida y temida, y ese primer honor le cupo a Josuah Banks, uno de los compañeros de Cook, que hizo una descripción exacta de ella, pero medianamente pavorosa..."  ¡Ah, monsieur Pertwe!  He aquí lo que subleva.  En el año mil setecientos sesenta y ocho, un marino de excelente reputación hizo que le desembarcaran en Staffa y allí permaneció tres días completos, que consagró a una minuciosa exploración.  Este hombre de bien se llamaba Edward-Huxam Forceville.

 

-¡Un pirata!- gruñó mi tía.

 

-Permíteme, querida, una rectificación:  un corsario, provisto de une lettre de marque con el sello de su majestad, y cuyo navío, el Red Sail, izaba el pabellón del rey.  Pero pirata o corsario, aquel tatarabuelo de honorable memoria fue un explorador valiente, y el honor que ese memo de Pertwee otorga a Josuah Banks...¡al diablo ese nombre vulgar!..., le corresponde a él.  Fue el primero que pisó el suelo terrible de la isla Staffa; yo lo demostraré con pruebas a quien quiera escucharme.

 

El viento redobló su fuerza y emprendió una decisiva ofensiva contra las ventanas.  Sipp, dejó de raspar la jaula y se puso a vaciar con todas sus fuerzas el comedero.  Una lluvia de alpiste inundó la labor de punto de mi tía.

 

-¡Oh, el mal educado!- exclamó, indignada la buena mujer.

 

Bessie Barkis, nuestra criada, empujó la puerta, llevando con el brazo extendido una gruesa fuente de cristal donde humeaban dos cuencos de bishop (Bebida compuesta por vino, azúcar y zumo de naranjas [N. Del T.]).

 

Mi tía se levantó de su asiento y dobló su labor.

 

-Podéis quedaros a fumar vuestras pipas- dijo-, pero no a beber y a charlar hasta horas indebidas.

 

Puso un beso distraído en la frente de su marido, me tendió la punta de sus dedos y nos deseó buenas noches.

 

El reloj de Turnbull-Market dio diez campanadas, mientras que un barquillero, desafiando al viento y al frío, ofrecía a lo lejos, con voz desesperada, sus barquillos a la sombra de las calles.

 

Mi tío dejó la pluma, rechazó los libros y los cuadernos y con labios golosos saboreó el vino caliente, copiosamente azucarado y mezclado con canela y naranjas.

 

Seguí su ejemplo; luego atasqué silenciosamente mi pipa de tierra roja.  Mi tío rechazó con un ademán la suya, que yo le tendía, y se volvió con el oído atento hacia la puerta.

 

-Me pregunto si encontraría placer en leer de nuevo a Coleridge –dijo en voz alta-.  A decir verdad, prefiero a Southey, porque he perdido el gusto al énfasis, y además...

 

Cortó bruscamente la frase comenzada.

 

-Es Bessie, que deja la cocina.  Dentro de cinco minutos estará roncando como una locomotora.  Tu tía ya ha subido a su dormitorio...¿Pusiste lo necesario en el vaso de noche?

 

-Azahar y una pizca de...

 

-Bien.  No la despertarán todos los cañones de la flota.  Acaba tu pipa y bebe un poco de coñac; lo encontrarás detrás del montón de la Contemporary Review, de Straham, en la biblioteca.  Tengo aún para algunos minutos.

 

De un paquete de papeles, el tío Timotheus sacó una pequeña agenda, que se puso a hojear con detenimiento.

 

-Cinantropía- dijo, de pronto-.  ¿Qué sabes tú sobre este tema?

 

-Es el nombre que se aplica a la enfermedad de los locos que se creen convertidos en perros.

 

-¿Y qué hacen estos locos..., como tú los llamas tan acertadamente?

 

-Ladran a la luna, y a veces, cuando están de mal humor, muerden.

 

-Bueno.  Acaba la pipa y bebe.

 

-¿Es de todo punto necesario...que yo te acompañe?-  pregunté, titubeando.

 

-Pues, sí..., no...  Dentro de media hora hará un tiempo infernal, porque el viento viene de los Seaws, y no habrá ni un gato en la calle.

 

-En ese caso-repliqué-, podría quedarme aquí a esperarte.

 

Se encogió de hombros y un ligero pliegue de su boca acusó ironía y desprecio a la vez.

 

-Es cierto que no me serás útil- dijo, lentamente-; pero esperaba que con el tiempo...

 

Moví enérgicamente la cabeza.

 

-Realmente, me falta valor- gruñí.

 

El tío Tim puso la agenda en su sitio y se acercó a su vez a la biblioteca, de donde desplazó los enormes tomos de la Enciclopedia Británica.  Algunos minutos más tarde se encontraba vestido con un largo impermeable negro, tocado con una especie de pasamontañas de cuero oscuro y examinaba con ojo crítico una linternita sorda.

 

-Me pregunto- dijo, pensativo- cómo has llegado a saberlo; porque, después de todo, no eres muy inteligente que digamos.

 

-De acuerdo- me burlé, mientras me echaba al coleto un buen trago de coñac-.  Sin embargo, sé...

 

-Puede ser que tal fuese mi intención, si no mi placer- dijo suavemente el tío Tim.

 

-No- respondí con humor-.  Tú tenías una cara terrible la tarde, o, mejor dicho, la noche en que...

 

-Hasta pronto.  Estaré de vuelta al dar las dos.

 

Me eché a reír.

 

-Se necesitaría menos tiempo para ajustar las cuentas al Gran Turco en su palacio de no sé qué, al final del mundo.  Y el viejo Hundringham solo vive a diez pasos de aquí.

 

-¿Hundringham?- preguntó el tío, con un ligero brillo en los ojos.

 

-Es el único individuo que, según mis conocimientos, está atacado de cinantropía aguda, y que ha llegado a su fin fatal.

 

-Le presto algunos cuidados- respondió el tío-.  Cuando no se cree perro lobo, es un hombre verdaderamente excelente y un vecino muy amable y bueno.

 

Dicho esto, creerán ustedes haber descubierto la verdad sobre el honorable Timotheus Forceville, juez asesor del Tribunal de la Paz de la ciudad de Weston, autor de estimables folletos de propaganda turística y de un estudio sobre las dentritas del monte Cumbrienne.

 

-¿Un ladrón nocturno, con doble personalidad de asesino?

 

¡Ah, mis queridos ignorantes!  ¡Qué lejos están  ustedes de la formidable verdad!

 


 

El hospital de Weston se encuentra  al fondo de Caister Street.  Sus puertas enrejadas avanzan sobre el prado descomunal.

 

Es una edificación pequeña de falso estilo Tudor, cuya fachada está adornada..., ¡Dios que irónica es esta expresión!..., de algunas figurillas de piedra provistas de piloncillos, esculpidas con dudoso parecido a las cuatro damas Bricklayer, fundadoras de este asilo de muerte.

 

He dicho bien.  Los habitantes de weston posen excelente salud y manifiestan, además, una gran repugnancia en morir en otro sitio que no sea sus lechos de plumas y de tela real.  Sólo algunos pobres diablos se ven obligados a terminar sus días en el asilo Bricklayer, bajo pena de hacerlo en plena calle o bajo los puentes del Ribble.

 

Terminé por entonces mis brillantes estudios de medicina en Londres.  Ya Harvey Street me hacía adelantos llenos de sonrientes promesas, y ese viejo tigre de Dove, cuyo saber e inteligencia rayan a gran altura en el mundo de la medicina actual, gruñía en sus barbas:

 

-No digo...que Richard Forceville no pudiera sucederme cuando tenga un poco más de edad...

 

Cuando sucedió aquel asunto terrible.

 

¡Puaf!...  Dos años en la cárcel de Pentonville..., las zapatillas de paño..., el caldo de lentejas..., el número pintado a tinta en la blusa de presidiario... ¡Puaf!

 

Llegué a Weston una noche, empapado de lluvia con dos chelines en el bolsillo.  La tía Sophronia se encontró mal; Bessie Barkis estuvo a punto de marcharse, el tío Tim defendió mi causa temblando.

 

-Es un Forceville.  Es hombre que hará olvidar su pasado...  Tengo algunas amistades, algunas influencias...

 

Me convertí en ayudante del doctor Pully, el director del asilo Bricklayer, un anciano imbécil, embrutecido por el whisky.

 

¡Bah! El trabajo no era difícil.  La gente no acudía al hospital más que para morir más o menos pronto.

 


 

Mi tesis del doctorado quedó, ¡ay!, inacabada.  Llevaba el título, bastante poco corriente, de La vida órfica y el conocimiento real de la muerte.

 

Dove, que había leído las primeras páginas, me lanzó una mirada amenazadora, gruñendo con su voz de viejo fauno:

 

-Por el diablo, pequeño, que se arriesga a llegar a las puertas de la más peligrosa de las verdades.

 

Con su uña quemada, endurecida por la caliza, había subrayado con rabia la última frase escrita a mano:

 

La muerte es una manifestación material e inteligente, dotada de voluntad y de personalidad.

 

-Espero- me dijo- que eso no sea más que una frase de profeta o de vidente, porque si no...

 

-Mañana pienso asentarla sobre pruebas irrecusables- respondí.

 

Me incliné hacia él y le hablé, dándole esas pruebas.

 

-Forceville, condenado muchacho- rugió- , lamento extraordinariamente que esto no ocurra en el siglo dieciséis, porque tendría entonces la inefable alegría de llevarle ante los jueces de las Cortes Supremas para que lo desollaran vivo y le quemaran a continuación en Tyburn como el más vergonzoso de los brujos del mundo.

 

Pero mi tesis no fue terminada jamás.  La cárcel de Pentoville se encargó de poner término a mis estudios como a mis mejores esperanzas.

 


 

En el asilo Bricklayer  cobraba dieciocho chelines por semana para ver morir a las personas y por firmar la orden de inhumación.

 

Los últimos sufrimientos y fallecimientos de la gente me dejaban indiferente, y no me interesé de forma especial por ningún enfermo hasta el día que la ambulancia de la Policía nos trajo a Jonathan Wakes.

 

Era un hombre extraño, de perfil alucinante de ave zancuda.

 

Le habían recogido en el barrio del puerto, agazapado entre balas de algodón, como una bestia en su madriguera.

 

No le descubrimos ningún mal determinado, pero se moría.

 

La vida se escapaba de su ser como agua que se sale por la resquebrajadura de un jarro.

 

Pully, que, debo confesarlo, no era tan animal cuando estaba sobrio, movió su asquerosa cabeza, gruñendo:

 

-Quisiera saber de qué va a estallar este condenado hijo de perra cualquier día de estos.  A ti te corresponde averiguarlo, Forceville; yo renuncio a ello.

 

Y yo renuncié a mi vez, con gran humillación para mí.

 

Llegó la noche en que Wakes entró en agonía.

 

Me instalé a la cabecera de su cama y, a lo largo de mi vigilia murmuré un leitmotiv de impotencia:

 

-Todos sus órganos están intactos, ninguna función vital está comprometida; sin embargo, se muere.., se muere.

 

Y, de repente, la última frase de mi famosa e interminada tesis cantó en mi memoria.

 

La muerte es una manifestación material e inteligente, dotada de voluntad y de personalidad.

 

Lancé un grito de alegría salvaje:

 

-¡Pardiez!...¡Es la muerte quien le quiere!

 

Y crispando los puños, grité:

 

-¡A nosotros dos!

 

En ese momento oí un ligero ruido.

 

La mesilla de noche, que se encontraba a la cabecera de la cama, acababa de ser golpeada.  Vi el vaso y la botella del agua que estaban allí, temblar; luego, repentinamente, el vaso se cayó y se deslizó hasta el suelo, donde se hizo añicos.  Ahora bien: yo estaba solo en la sala, a tres pasos por lo menos del mueble, y el moribundo no había hecho ningún movimiento.

 

No me moví.  Al contrario, hice como que me desinteresaba de la cosa.  Bostecé y me acomodé bien en el sillón como hombre que se pone a gusto a dormir.

 

Wakes, en su lecho, estaba inmóvil como un Cristo yacente.

 

Yo tenía los ojos medio cerrados, pero mi mirada no dejaba de observarle ardientemente.

 

Entonces algo se movió bajo el cobertor.  Hubiérase dicho que una gruesa culebra invisible se deslizaba allí, subiendo lentamente hacia la garganta del agonizante.

 

Distinguía perfectamente una huella que se desplazaba.  Wakes abrió de repente los ojos inmensos, plenos de terror.

 

Fue en ese momento cuando yo salté.

 

Con la velocidad del rayo, mi mano agarró la forma invisible que trepaba...

 

Sí agarré algo material, vivo..., una mano quizá.

 

Brazos invisibles trataron de apoderarse de mí con llaves de luchador; un pie me pateó duramente en las pantorrillas.  Luego fui abofeteado furiosamente en la cara.

 

Pero con alegría salvaje me di cuenta de que la fuerza estaba a mi favor:  yo iba a dar razón de lo invisible.

 

De repente una voz lastimera jadeó en mi oído:

 

- No..., Dick..., yo no puedo...  ¡Tú tampoco!

 

Reconocí la voz y creí que iba a desfallecer.

 

-¡Tío Tim!- exclamé.

 

Oí como un lejano trueno y el tío Timotheus Forceville se encontró delante de mí, vestido de negro y muy pálido.

 

-Tío Tim – murmuré-.  Entonces tú eres…

 

-¡Lo soy!

 

-¿La muerte?

 

-Sí.

 


 

Decir que mi tío Timotheus Forceville me ha revelado todo el misterio de su ser, de su poder, de su misión, sería una enorme mentira.  Apenas si él ha comenzado, y lo que yo sé es muy poco aún, aunque esto sobrepasa en mucho la más clara y la más fuerte razón humana.

 

Si él se molesta “personalmente” es que el caso lo exige, porque existen hombres que es muy difícil hacerlos morir y que una nada separa de la inmortalidad.  Afortunadamente, ellos no “lo saben”, y todo está en eso.

 

Monstruo polimorfo, en la ubicuidad más absoluta.  Timotheus Forceville asiste al mismo tiempo a la muerte de un coolie de Shangai como a la de un indio Cree del Gran Norte, mientras escucha atentamente las quejas de mistress Ruff, a la que su marido pega y deja en la miseria.

 

¿Cuáles son sus intenciones al llevarme a veces a los lugares de sus deberes nocturnos?

 

Lentamente, y sin que yo sepa aún cómo, "él me inicia".  Insinúa una extraña y espantosa potencia dentro de mi ser.

 

En ocasiones, cuando estamos solos, y deja de trabajar por un momento en sus folletos de propaganda turística, me invita a beber un vasito de coñac y me llama, sonriendo:

 

-Señor ayudante de la Muerte.

 

Un día, le dije bruscamente:

 

-¿Y Dios?

 

Y me respondió, dulcemente:

 

-Hay que decir los dioses, porque son numerosos.  Mueren, porque tienen el tiempo en contra de ellos.

 

-Pero ¿y el tiempo?

 

-Cuando hagas conocimiento con él no habrá misterio alguno para ti en la Creación.  Pero mucho antes tendremos que ocuparnos de esos dioses, sean los que sean.  Nos temen mucho, porque no tenemos ninguna esperanza que darles.

 

Este extraño plural que él emplea a veces me llena a la vez de orgullo y de terror.

 

Quisiera hacerle preguntas más amplias, pero se sumerge en sus papeles y por enésima vez exclama:

 

-Este asno de Pertwe!...  ¡Su monografía de la hermosa ciudad de Dumfrees está llena de los errores más insólitos!