L A   R E M O L I E N D A

p o r   J o r g e   D é l a n o   C o k e

 
 

 

 

 

 

 

 

Los salones de María Luisa y un funeral que debió pintar Gutiérrez Solana

 


 

 

La “remolienda” era un aspecto típico de la vida nocturna en la época cuando me incorporé al grupo de colaboradores de la Empresa Zig-Zag (ca. 1915, nota del editor). Había “casas” de diferente rango, porque tan importante institución nacional no podía escapar de la perpetua lucha de clases en que se debate el género humano.

 

Las de primera categoría se denominaban “casas de diversión”; las de segunda, “casas de tolerancia” y las más inferiores, “lenocinios”.

 

La María Luisa había conseguido hacer de la suya una especie de “salón literario”, que congregaba a las personalidades más destacadas del arte y la literatura en sus salas recargadas de felpa roja y espejos de arrimo con marcos dorados a la purpurina. Entre “poncheras” y “cantoras”, los poetas recitaban sus últimos sonetos y los novelistas comentaban sus libros en preparación.

 

Pasada la medianoche, la popular María Luisa hacía su espectacular entrada en el salón, donde presidía la fiesta con graciosa dignidad hasta la hora lechosa de la amanecida. Pero antes, y en su honor, era costumbre que se bailara una cueca animada con estrepitoso “tamboreo y huifas”.

 

A través del espeso estuco de solimán y colorete con que ocultaba sus sesenta años intensamente vividos, era posible adivinar que había sido hermosa. Su extraordinaria cultura había contribuido a que el espíritu de Minerva predominara allí sobre el de Eros, ahuyentando a la crápula viciosa hacia las casas vecinas. Su color favorito era el lila. Lilas eran los lazos con que anudaba su azafranado cabello, lila su bata, lilas sus medias y lilas sus zapatillas.

 

Una noche en que la plana mayor de “Zig-Zag” festejaba el “santo” de uno de sus redactores, se acordó a la hora de los postres continuar la fiesta en la non sancta casa de la María Luisa. El inolvidable sacerdote, crítico y animador de las “Preguntas y Respuestas”, don Emilio Vaïse (“Omer Emeth”), se escabullía entonces discretamente, y el resto de los contertulios se trepaba en los desvencijados “fiacres”, los taxis de aquellos tiempos en que no había tan desatinada prisa. Yo, que era el benjamín de la comparsa, me sentí, no sin inquietud, obligado a sumarme a la alegre caravana. Aquella fue mi noche de estreno… Apenas la María Luisa ocupó su sitial, le fui presentado en mi calidad de artista precoz.

 

Poco después, la anfitriona me condujo a su dormitorio, privilegio que sólo concedía a los visitantes de cierta notoriedad. Entre sus múltiples brindis, ofrecido uno de ellos por el éxito de mi carrera, me pidió que le dedicara un dibujo en su álbum. Yo quedé maravillado al contemplar sus páginas ilustradas por los pintores y dibujantes más famosos. Recuerdo, entre ellas, un hermoso boceto de Valenzuela Puelma. También había sonetos originales de Pedro Antonio González, Pezoa Véliz y Antonio Orrego Barros, este último autor de una canción que tuvo su origen en estos “salones” y que evoca la época en que las mujeres usaban descomunales sombreros y boas confeccionados con plumas de avestruz:

 

Es inútil soñar, es inútil soñar,

Lo que brilla entre nubes lejanas

No se puede jamás alcanzar…

 

 

Cuántas más así nacieron al acorde de una guitarra, al lado de una criollita linda y en un ambiente de arte, amor y alegría que saludaba el alba con las notas de una nueva canción.

 

Armado de mi lápiz de dibujante novato, no se me ocurrió otra cosa que trazar el croquis de una bailarina que entonces hacía furor en el Teatro Municipal.  De regreso en el salón conocí a una de las “niñas”. Se hacía llamar “Amelie”, seguramente con la intención de contrarrestar la competencia que “las gabachas”, recién instaladas en la calle García Reyes, hacían a las geishas criollas de Eleuterio Ramírez, el Yoshiwara santiaguino.

 


 

 



 

Al despuntar el día, era costumbre trasladarse a la “Casa de Cena de Jacquin” y servirse un caldo de cabeza para componer el cuerpo.

 

“Amelie”, que era una atrayente morena de grandes y húmedos ojos negros, me amó con la pasión que las mercenarias de Venus saben poner cuando, en desquite de su triste sino, regalan sus caricias por auténtico amor. Algunas tardes iba a buscarme a mi taller de “Corre Vuela” (revista de sátira política y humor que se editó entre 1908 y 1927, nota del editor) para llevarme a dar un paseo por el Parque Forestal. Se colgaba románticamente de mi brazo, y me hacía confidente de sus penas y sus sueños. ¡Pobre “Amelie”! ¡Cuán asqueada estaba de su vida!

 

—Sé que nunca podré formar un hogar —me decía con su voz pastosa—. ¿Qué hombre se atrevería a casarse con una puta?

 

Me dolía no poder contradecirla, y sólo atinaba a consolarla, diciéndole que el destino suele cambiar el curso de nuestra existencia cuando menos lo pensamos.

 

La noticia del fallecimiento de la María Luisa se corrió rápidamente y su casa se vio atestada por los habitués que deseaban acompañarla por última vez. Cortinajes colgados por los tramoyistas de la “funeraria” cubrieron de luto las murallas y los espejos. La vacilante luz de seis velones había reemplazado la de las lámparas “incandescentes”.

 

Como la noche si hiciera larga, alguien propuso la idea de abrir la bodega. Cuando el sol estaba por salir, enormes cantidades de botellas vacías formaban filas en los rincones de patios y salones. A la hora “lechosa de la amanecida”, en que ella acostumbraba a retirarse a su dormitorio, uno de los concurrentes del extraño velorio propuso que se bailara “la cueca del adiós”. La idea fue acogida con el entusiasmo de siempre, como si la inercia crapulosa fuera más potente que la muerte, a pesar de sus tétricos atavíos.

 

Se formaron las parejas y la cueca trágica fue “tamboreada” en el cajón en que yacía la María Luisa con su bata y sus cintas color lila.

 

Los funerales se efectuaron a medio día y los transeúntes vieron con estupor un cortejo farandulesco, formado por larga fila de “fiacres” llenos de pijes borrachos y prostitutas pintarrajeadas. ¡Digno tema para los pinceles de un Gutiérrez Solana! (José Gutiérrez Solana, pintor, grabador y escritor expresionista español, nota del editor).

 

¿En manos de quién habrá quedado el valioso álbum de la intelectualizada reina de la noche?

 

Cuarenta años después, recibí una carta expedida desde un pueblo del Perú. Estaba firmada “Amélie”, y era para felicitarme por el retrato que pinté del expresidente don Arturo Alessandri Palma y que me decía haber visto reproducido en la portada de “Zig-Zag”. Con cuánta emoción leí esa carta. ¿El caprichoso destino había cambiado la suerte de la “niña”, proporcionándole el hogar soñado? La imaginé convertida en una venerable abuela, diciéndoles a sus nietos, junto con mostrarles mi obra: “Hace muchos años, cuando era joven y vivía en Santiago, yo conocí mucho al autor de este retrato”…

 

 


 

Extraído del libro “Yo soy tú”, autobiografía de Jorge Délano, Coke. 1954.

Jorge Délano Frederick (1895-1980), fue periodista, caricaturista, escritor, pintor, cineasta, hipnotizador y seguidor de la parasicología.