L A   B E S T I A   M A R C I A N A

U N   C U E N T O   D E

H U G O   C O R R E A

 
 

 

 

 

 

 

 

—Finlay: Llame a la tierra. Infórmeles que hemos llegado bien; que todo está en orden; que vamos saliendo hacia el “Pionero”, etc. En fin, contéstele cuantas preguntas le hagan. Usted sabe decir esas cosas mejor que yo.

 

El profesor Morris, seguido de Johnson, entró en la cámara neumática, y pronto ambos hombres avanzaban por la roja arena marciana, desplazándose como ágiles tortugas, con grandes trancos que sus pesados trajes espaciales no parecían entorpecer. Pronto desaparecerían tras una loma. Finlay se retiró de la ventanilla con un gesto de cólera ante las ininterrumpidas llamadas de la Tierra. Sin gran apuro se aproximó al radiotransmisor.

 

Morris y Johnson llegaron frente a un paredón abrupto, y se detuvieron en busca de un sendero para trasponerlo. El “Pionero” debía encontrarse al otro lado, a no más de un kilómetro, en la ladera norte del cerro. Luego de intercambiar una mirada con Johnson, cuyo rostro dentro de la escafandra parecía sereno y sumido en una inefable satisfacción, Morris caminó a lo largo del muro.

 

—Profesor Morris —Johnson interrumpió el silencio (mantenido desde que abandonaron el cohete por un tácito acuerdo) con un tono curioso—: ¿no le perece Marte un mundo que irradia sinceridad, y una especie de comprensión por nosotros?

 

El profesor se volvió hacia Johnson, sorprendido.

 

—¿Sabe que tiene razón, Johnson? Estaba pensando lo mismo.

—Pero no se atrevía a decírmelo, ¿verdad? Debe ser, posiblemente la falta de atmósfera: la cara de Marte se ve limpia, pulcra, sin artificios que disimulen sus rasgos.

—Es cierto.

 

El sol, suspendido sobre una cresta granítica, lanzaba sus débiles rayos a la llanura. Allí rebotaban en las vetas minerales con destellos iridiscentes. Un silencio helado, árido, fluía del desierto, cuyo horizonte salpicado de montañas se hundía en un cielo negro y estrellado.

 

—Y dicen que este es un mundo muerto —comentó el profesor.

—Como sea: me hace sentirme más yo mismo. ¿Sabe? En la Tierra no hay tiempo para acordarse de uno. Los días se van, desde la salida del sol hasta la llegada de la noche, en un perpetuo hacer cosas sin sentido, en un eterno escuchar noticias alarmistas. Que la guerra va a estallar, porque los derechos de tal o cual nación fueron atropellados, o porque un jefe de estado cualquiera, cuando amanece de malas, hace declaraciones ofensivas, sin importarle un pepino la reacción mundial, ni las susceptibilidades heridas, o que los rivales inventaron una nueva astronave, o descubrieron un combustible más potente, con el cual llegarán a Marte o al Infierno antes que nosotros. Toda una sarta de cosas absurdas, en medio de las cuales el hombre común (como usted y yo) atraviesa por el mundo como un conejo perseguido por un lebrel, sin tener tiempo siquiera para volver las cabeza y ver si el enemigo se acerca o si, debido a las sorpresas de nuestra época, sin que nosotros nos hayamos percatado, ha dejado de ser nuestro perseguidor para transformarse a su turno en perseguido, y está mirándonos azorado al darse cuenta que su víctima aún no ha comprendido el milagro y parta, a su vez, en persecución suya. Y así se muere: sin saber si somos conejos o lebreles porque, en el fondo, cualquiera de las dos cosas da lo mismo. ¿Y “nuestro yo”? ¿Y el ser y el no ser? ¿Y todas esas cosillas, como la salvación del alma, la autodeterminación, el “pienso, luego existo”, en las que tantos sabios dejaron el seso tratando de ponerlas en claro? Se quedan al lado del camino recorrido por el conejo que huye del lebrel. ¡No hay tiempo ni para echarles un vistazo!

 

Johnson observó a Morris y en seguida desvía la mirada al yermo.

 

—Usted es un filósofo, Johnson. Pero también yo me siento filósofo frente a este panorama tan callado y limpio.

—Porque la limpieza nos hace filósofos —puntualiza Johnson—. En la Tierra todo es sucio y falso. Cada vez el mundo nos hace sentirnos más desterrados. ¡No hay nada que me haga desearlo! Ni las mujeres. Día a día se ponen más iguales a uno. Hacen todo cuanto nosotros hacemos. Y para mí, al menos, no tiene atractivos mantener relaciones con un colega, ¿no es así? La mujer de hoy no ofrece nada nuevo, nada que nosotros ya no sepamos o ya poseamos. Si uno les habla de cibernética, ellas nos dan una lección de electrónica. Antes por lo menos se podía deslumbrarlas con nuestros conocimientos, con una hazaña en perspectiva. Ahora lo saben todo. ¡La Tierra es una lata!

—Usted lo ha dicho, Johnson: es una lata. Y ahora creen que en este mundo hay una bestia que mata a los astronautas.

—¡Ah! La Bestia Marciana —Johnson echó a reír.

 

     


 

 


 

Morris, suspirando, volvió a ponerse en marcha. La Bestia Marciana. La última historia fraguada por la imaginación de los encargados del programa espacial, para desviar la atención pública de los costosos gastos destinados a mejorar los cohetes interplanetarios. ¿De dónde había nacido? Del repentino silencio de Parker, el tripulante del “Pionero”, el primer cohete que lograra descender en Marte. El hombre alcanzó a transmitir sus primeras impresiones sobre el nuevo mundo, y luego de anunciar que se disponía a bajar al planeta, no volvió a despegar los labios. Transcurridas algunas horas se le dio por muerto. ¿Un meteorito, probablemente? ¿O alguna enfermedad fulminante que le acometió en cuanto pisó Marte? Pasaron tres meses. Surgieron mil y una teorías. Hasta que alguien expuso la hipótesis de un monstruo que merodeaba por las praderas del planeta. La Bestia Marciana. Prendió la ocurrencia entre los periodistas y libretistas de radio y televisión. Cuando el actual cohete estaba listo para partir no faltaron sugerencias para que los astronautas llevasen armas, incluso bombas atómicas, y pudiesen repeler el ataque de la hipotética fiera. Morris y sus acompañantes tenían la misión específica de desentrañar el destino de Parker. Ese momento se aproximaba. Ambos hombres encontraron un corte en el cerro y, en cuanto lo hubieron atravesado, se hallaron ante la esbelta silueta del “Pionero”: el cohete reverberaba bajo la pálida acción del sol, y tanto sus antenas como pantallas solares ofrecían un aspecto normal.

 

—Finlay: estamos frente al “Pionero”.

—¿Quiere que lo comunique a la Tierra, profesor? Me tienen loco. Ganas me dan de cortarles la transmisión.

—No les haga caso. Que aprendan a tener paciencia.

 

El “Pionero” se erguía en el centro de una plana y baja meseta. Los dos hombres se aproximaron a la astronave con su acostumbrada pachorra, mirando a su alrededor como si fuesen dos turistas que efectuaban un paseo de placer.

 

—¡La Bestia Marciana! Todas las bestias están, por fortuna, a cincuenta y cinco millones de kilómetros de aquí. Ojalá nunca los hombres lleguen a practicar sus malditas costumbres en este mundo inocente.

 

Nadie en el cohete. La escotilla abierta: sobre la capa de arena roja que cubría sus aledaños se conservaban nítidamente grabadas las huellas deformes de las botas de Parker. Se dirigían a la pradera que comenzaba a medio kilómetro de allí; pero en ninguna parte los hombres descubrieron señales de su regreso. Morris y Johnson se detuvieron en el borde de la meseta a contemplar la hilera de pisadas que se perdía en el interior de la llanura.

 

Ambos hombres intercambiaron una silenciosa mirada.

 

(—No cabe duda —se dijo Johnson—: Parker no podía perder tan magnífica oportunidad. Quería estar por lo menos algunas horas a solas. Me gustaría hacer lo mismo. ¿Se opondrá el profesor Morris? Quizás…)

 

Observó a su compañero. Un inusitado brillo rielaba en los ojos de Morris.

 

(—Este Parker hizo el gran descubrimiento —se decía el profesor—. Y Johnson también. ¿O estaré prejuzgando? Nunca se me presentará otra ocasión igual. Aunque sólo sea una hora de meditación solitaria…)

 

Volvieron a mirarse cautelosos. Se estudiaron unos instantes, como si ninguno de los dos fuese capaz de romper el silencio, como si la conversación de segundos antes hubiese agotado todo cuanto tenían que decirse. Pero aún quedaba algo. Johnson, contemplando el desierto rojo, cubierto por suaves dunas de arena impalpable, que guardaba en una diminuta perspectiva las huellas del primer hombre arribado a Marte, habló con un tono terminante, definitivo.

 

—¿Avisamos a Finlay?

 

¿Le preguntaría Morris “Qué cosa”? ¿O comprendería sin mayores explicaciones, tal cual Johnson lo intuyó al formular la pregunta?

 

—Me parece mejor —Morris no disimuló un tono de alivio—. No debemos dejarle problemas.

 

Finlay no contestó. Una sonrisa de comprensión asomó al rostro de Johnson.

 

—Bueno: parece que, por primera vez, los hombres se han puesto de acuerdo para hacer lo que les conviene. Y sin consultarse. Adiós, profesor Morris. Espero que estas horas de meditación le sean provechosas.

—Lo mismo le digo, Johnson. ¿Sabe? En la Tierra no van a dudar ahora de la Bestia Marciana.

—Por lo menos que en algo tengan fe, ya que en todo lo demás la han perdido.

 

Ambos hombres, enfundados en sus trajes espaciales, partieron cada uno por su lado. El “Pionero” formó uno de los vértices de un triángulo que crecía: un trozo de metal inmóvil, cuya proa puntiaguda apuntaba la inmensidad, y dos diminutas siluetas blancas, dotadas de movimiento, alejándose del exponente de la tecnología humana.

 


 

Extraído del libro de cuentos de Hugo Correa "Cuando Pilatos se opuso", publicado en 1971.