G U I L L E R M O   N Ú Ñ E Z

P I N T O R   S I N   C A B A L L E T E


p o r   S o l e d a d   B i a n c h i

   

 

 

Soledad Bianchi es investigadora, crítica y profesora de literatura de la Universidad de Chile.


 

 

  Sobre las paredes blancas, muy blancas, colgaban “Todo me une porque todo me lacera” (para mí, todavía, la “cabeza de indio”) y “Take a look around to Selma Alabama” (o “el negro que cae gritando”).  En la casa, pocos muros y mucha luz.  Más allá, muy colorido, un cuadro sin terminar, con una bandera chilena guiando al pueblo.  Se estaba pintando el 11 de septiembre de 1973, y así quedó, sin terminar…  Sin terminar estaba el 11 de marzo de 1974, un día asoleado, cuando nos conocimos con Guillermo, a exactos seis meses del golpe de estado: lo recalcó la cadena radial obligatoria (¿tú las recuerdas?  Yo ya no se si eran diarias, semanales, o…¿Quién retiene, ahora, el temor/terror de esos días, cuando el helicóptero y su hélice revoloteaban sonando sin cesar, cuando incesantes discursos victoriosos machacaban la derrota a los vencidos, infiltrándonos culpabilidad?  Debíamos aprender.  Había que disimular).  Acatando mandatos o insumisos al orden y a la orden, la vida seguía y conversábamos y nos reíamos, almorzando, junto a Jorge Guzmán y Ana María Sanhueza (que ya no está más), en la terraza, ese día asoleado.  

 

 

Pero la vida seguía, a pesar de la tela verde con esas multitudes llevando la bandera chilena, que había quedado detenida, y que Guillermo Núñez nunca terminaría/nunca quiso terminar.  Esa tela colorida, tan próxima a esas serigrafías que no llegaron a ser mostradas en las fábricas: otro proyecto detenido, pero la vida continuaba… Y seguimos viéndonos y comencé a ver sus pinturas, grabados, dibujos, y comenzamos a conocernos.

 

Iríamos a ver “Cabaret”, con Liza Minelli, y las entradas esperaron cinco meses y diez días, el tiempo que me demoré en ver a Guillermo nuevamente.  Creí que me hablaba desde fuera de Chile (recién habían expulsado a Jaime Castillo Velasco y a Eugenio Velasco), tan remota sonaba la voz de Guillermo por el teléfono.  Pero ese mismo día había sido liberado en Santiago, y con quince kilos menos, lo sentí arrastrar los pies al acercarse a mi casa, después de los cinco meses de su primera detención.  No esperó nada, y casi obsesivamente comenzó a trabajar.  El compromiso lo empujaba: no quería callar los abusos conocidos a pesar de la venda, se sentía responsable por quienes aún permanecían en encierro.  Y el exceso exigía cantidad, y comenzaron los preparativos para varias futuras exposiciones: todo soporte era válido para “expresar” el paisaje que, cegado por la venda, había “visto”.  Cualquier imagen publicada podía servir para “El libro del buen jardinero”, si los ojos que la habían elegido y los dedos que movían las tijeras que recortaban se cargaban con el lastre de la responsabilidad, del compromiso (¿de la culpa?): entonces, cualquier figura se volvía dolorosa y lastimadora.  Además, Guillermo intervino unas antiguas serigrafías propias y la caligrafía añadida aludió a Lacan y jugó, y jugamos, tirando y recogiendo, cubriendo y descubriendo, significados y significantes.  El papel y la pintura también le fueron útiles, y con pinceladas blancas, y de muy pocos otros colores, dibujó danzas macabras sobre hojas negras, cuasi radiografías del horror, grafías casi, bocetos de la bajeza donde torturador y torturado se asemejan.  Aún había más:  las jaulas, reales, de palitos y alambres, que compramos juntos en La Vega.  Guillermo se entremetió en ellas: cada objeto seriado se volvió único al ser invadido por otros objetos y, también, por conceptos y por palabras que mostrarían y demostrarían (a otros, a los otros) la autonomía de esta serie cuando fuera exhibida.

 

 

 

Como casi toda la obra de Núñez, cada uno de sus trabajos pertenecía a una serie.  Independiente una de otra, mas con fuerza desbordada, potenciándose, sobrecargándose, una a otra, como secretos guiños.

 

Fueron otros cinco meses, tensos e intensos.  En libertad condicional, todos los viernes, Guillermo debía firmar en el Ministerio de Defensa.  Después, por lo general, íbamos a un cine del centro: la vida continuaba…

 

Nos juntamos en casa del recién llegado Agregado Cultural de Francia, Roland Husson, con Julia, su mujer, y muchos amigos, quienes opinaron dosificar y parcelar las cuatro exposiciones, casi sin interrupción.  Las jaulas abrirían el ciclo que fue clausurado casi de inmediato, a las pocas horas de la primera inauguración, en marzo de 1975.

 

Por precaución nos despedimos antes de una curva, desde el camino vi los autos que siguieron a Guillermo hasta su casa donde lo rodearon varios hombres y mujeres, para volverlo a detener.  En la casa más cercana, yo recibiría sus llaves porque, según el perseguidor, “el señor Núñez se iría fuera de Santiago por un tiempo”.  Mis correrías me llevaron del Comité Pro Paz a hablar con el Cardenal Silva Henríquez…

 

“¡Qué va a estar detenido su marido, señora, si se debe haber ido con otra…!”, hostigaban burlones funcionarios a modestas mujeres, en las colas del Servicio Nacional de Detenidos (?), en los locales del Congreso Nacional.  Mientras, en la Cruz Roja, solicitaban regresar después de veinte días, “plazo legal de desaparición”.  Efectivamente, a su exacto término, una amistosa voz anónima previno que Guillermo estaba en Tres Álamos.  Vendrían otros casi cinco meses de idas a Puchuncaví, los trámites, el dolor, la solidaridad, las visitas a Tres Álamos, humillaciones, temores y el desgarro de la obligada partida a Francia de Guillermo, a quien yo elegí acompañar.  Y nos fuimos juntos: él salió al aeropuerto en un radiopatrullas, patrullado por carabineros con metralletas, hasta el mismo avión.  Mientras Roser Bru, siempre oportuna y cálida, fue la última voz chilena que yo oí antes de salir.

 

 

 

Ya en el albergue francés de acogida, pronto, muy pronto, Guillermo recomenzó a producir.  Intentos, descontento, tropiezos: quería pintar sobre vastos fondos negros que, pronto, nada le dijeron, hasta que encontró el blanco.  El blanco del no lugar, de la ausencia, tal vez del exilio, pero, asimismo, el blanco hospitalario, de la aséptica cirugía, la limpia sala de operaciones, los instrumentos punzantes, los vendajes ensangrentados, las órdenes perentorias, el blanco de la tortura, del no saber responder, del terror, del horror, del grito y la angustia.  Y se fue estructurando una nueva serie de pinturas con mucho rojo sobre fondos blancos.  El gran salón municipal de Bobigny, en las cercanías de París, donde vivíamos, por unas semanas pareció convertirse en una gran carnicería, cuando allí fueron expuestas.

 

Los años pasaban para todos, hasta para nosotros que en 1975, y bastante después, habíamos creído en un pronto regreso.  Seguíamos trabajando por Chile.  Todos cambiábamos, Chile cambiaba.  Y nosotros nos mudamos a la campiña, a Boesse, cerca de París, allí donde el horizonte era eterno y la verde planicie no limitaba con cordilleras.  Allí donde el canto del cucú nos hacía lucirnos ante los antiguos amigos chilenos, donde el hermoso lavadero público envigado se usaba desde la Edad Media, y el pregonero voceaba precedido de un tambor, cuando llegamos; allí donde llegaron a sobreponerse hasta tres formidables arcoíris, una tarde en que recorríamos el pueblo con Rosalba Campra.

 

Guillermo se sentía más libre, dice que entonces comenzó a pintar más libremente, sin sentirse rindiendo cuentas éticas.  Por mi lado, yo seguía viviendo la obsesión del retorno.  En sus telas comenzó a aparecer el paisaje: los verdes, la tierra, los cielos, las aves, el vuelo.  Era el panorama de Boesse sin serlo, pues a su reposo y quietud se añadía el drama, un drama ausente de ese campo, un drama siempre presente en Núñez: era la tortura del surco, el azul rasgado por el ala…  Era un paisaje visto con mediaciones.  Más interior que exterior, era un paisaje visto desde dentro, desde el pintor chileno, de equis años, que había vivido esto y lo otro, y que para pintar nunca ha necesitado de consignas externas ni caballete porque cuando ha sido motivado por el entorno, ese marco casi se diluye después de la propia digestión.

 

 

 

Y, así, con posterioridad a esa serie, la vuelta a Chile, juntos, y el reinicio y nuevas obras, y otra casa de paredes blancas, muy blancas.  Y tal como antes, nuevas series porque, si usted se fija, no hay exposición de Núñez en que se haya limitado a yuxtaponer cuadros: siempre, entre ellos se urde una continuidad que hasta podría extenderse a su obra toda, recorrida obsesivamente por unas cuantas preocupaciones constantes que retornan sin cesar, a pesar de la distancia, a pesar del cambio de colorido, a pesar –tal vez- del mismo pintor, vuelven y regresan el dolor, el sufrimiento, la herida…  Para construirla, no es necesario ver hacia afuera: se trata de un paisaje humano interior pos subjetivo y profundo, por secreto e íntimo: “contemplar” las entrañas desde las entrañas, sin necesidad de caballete.

 

Santiago, mayo de 1993.