L A   V I D A   M Í A   L A   H E

O F R E N D A D O   A L   A R T E

p o r   A n a   M a r í a   L a r r a í n


 

 

 

Artículo aparecido en “Revista de Libros, El Mercurio”. Domingo 20 de agosto de 1989.


 

 

 

 

 

 

 

Con una certeza total con respecto a la valía de su obra literaria, Adolfo Couve (49 años, una hija) se muestra, en cambio, como un hombre atormentado y temeroso frente a la vida misma.

 

Su figura se ve empequeñecida bajo los árboles centenarios, y algo difusa entre la bruma que cae al atardecer. Personaje de libro es Adolfo Couve; personaje, sobre todo, de sus propios libros, siempre oculto tras un velo de nostalgia, siempre luminoso en su honda pero apenas diseñada humanidad. Hermoso en su contradicción interna, conmovedor en su entrega total al arte y, al fin de cuentas, a la vida que, al parecer, lo acosa.


Alejado de la literatura por casi una década, hoy reaparece con dos novelas cortas, indesmentiblemente suyas: El Pasaje y La Copia de Yeso.


— Usted ha sido un artista de intervalos, tanto en la actividad plástica como en la literaria. ¿A qué se debió su prolongado silencio?

 

— A que El Pasaje, que lo público ahora, no lo pude resolver en 10 años. Y creo que no está resuelto: no va a estarlo nunca. Y ¡qué importa!, da lo mismo. Es una gran novela igual.


— Si eso lo sabía de antemano, ¿por qué no la publicó antes?


— Porque no sentía que tenía que hacerlo. Fue un libro que me planteó conflictos desde un principio. Es muy descarnado; en él está exigido al máximo el lenguaje. Un lenguaje despojado para una situación despojada que resultó con una luminosidad muy gris, como una película en blanco y negro. Tuve que abandonarlo para que madurara. ¿Entendiste? porque yo todavía no entiendo. (Risas).


— Lo importante es aclarar por qué le trajo esos conflictos.


— ¡No sé! Lo único que puedo decirte es que al terminarlo me enfermé seriamente. Y sufrí tanto con eso que no quise saber nada más de la escritura. Lo único que sabía en ese momento era que tenía miedo. Un miedo atroz, paralizante. Pero no quiero hablar de esto porque puede parecer que uno anda inspirando compasión. "¡Ay pobrecito, se enfermó con este libro, leámoslo!"... Lo importante es que esa experiencia de escritura que significo El Pasaje no admite explicación, porque el equilibrio entre forma y fondo está profundamente afiatado.


— Fue entonces cuando empezó a pintar...


— Sí. Con el libro guardado en el cajón, sin querer saber nada de él. Me compré la casa en Cartagena, un balneario que de algún modo no me correspondía pero que me fascinaba y empecé a tomarle el gusto a la cosa sencilla, como colocar un mueble. Y ahí fue cuando empecé a pintar.


— Aunque sea doloroso, analicemos. ¿Qué le pasa a usted con el proceso de la escritura?


(Nervioso) — Yo, en realidad, todo lo hago mal, ¿entiende? Yo no entiendo nada de nada. Todo me queda grande: la puesta de sol, todo. Yo me propongo realizar estas obras, pero veo que no es literatura lo que me interesa hacer, sino obras bien hechas, trabajos bien hechos. Eso le da sentido a mi vida. No porque yo haga una obra de arte, sino porque yo soy capaz de hacer una cosa coherente.

— Cosas coherentes puede hacer cualquiera. ¿Qué es lo específico suyo como escritor?


— Yo no soy un escritor. No creo en las novelas, ni creo en la vida literaria, ni creo en el clima literario: no me gusta. A mí me gustan las realizaciones. Pueden ser las novelas, puede ser cualquier otra cosa. Me gusta trabajar el verbo porque es la moneda de la calle, el material de todos. Cuando logro concretar esa inmaterialidad de la palabra, estoy alegre, me siento "ido", ya comienzo a entender.

 


 

 

 

 

 

 

 

— ¿Corrige mucho?


—Sí. Y boto. Lo que cuelga, lo que sobra, se cae solo. Las obras terminan donde ellas mandan. De la misma manera, me doy cuenta inmediatamente cuándo se está produciendo el todo.


— Usted tiene una "tranca" con la crítica, ¿no será eso? A pesar de que le ha sido muy favorable.


— Sí, tengo problemas con la crítica...


— ¿Y cómo la asume?


(Dudando) — Bueno, yo creo que es tan peligroso en la vida... Prefiero no referirme a la crítica. Pero no por cobardía, sino porque en Chile ha tenido connotaciones muy especiales, casi personales. Los grandes críticos, como Alone y Valente, han manejado la literatura chilena y han intervenido en ella, pero manteniendo una relación con los escritores muy profunda, muy dolorosa, muy decidora, muy consultiva. Ellos están dentro de la literatura, como estuvo metido Saint Beuve con Baudelaire y también con Flaubert. Por eso la crítica me importa. No porque me critiquen bien o mal.


— Dicen que un lector debe sentirse cuando lee un libro tal cual se sintió el autor al escribirlo. ¿Cómo se siente usted cuando escribe?


(Reflexiona) — Cómo me siento yo cuando las escribo... es que yo no las escribo... cómo explicarte. Yo siempre estoy en eso. No quiere decir que yo sea una persona aplicada, un artista trabajador. No soy un mateo, pero estoy siempre en eso (se ríe) que, finalmente, es el arte. Y si no fuera el arte no me importaría. Me asedian cosas, vivo con estas experiencias, pero me carga la palabra trabajar, escribir. ¡No, no, no! Yo no escribo, ¿entiendes? Yo me desvelo...


— Hace algunos años usted me decía que valoraba la vida por sobre la literatura. Eso estaría en contradicción con lo anterior; parece que usted más bien vive para el arte...


— Yo separo bien las cosas. Yo separo la vida del arte. La vida mía se la he ofrendado al arte, porque no quiero perder la vida. Y la única manera que yo tengo de no perderla es hacer una cosa bien hecha y, hasta me atrevería a decir, cerca de la belleza. El arte no es algo que se escoge, es un destino. Y se nace artista.


— ¿De dónde proviene su fuerza para crear, a usted, que parece tan "enclenque"?


(Se ríe) — La palabra, el verbo, es la vida, es lo más fuerte, lo que nos ocupa enteros cuando escribimos. No quiero parecer un profeta, pero cada persona cumple con su misión. Algunos hablan, otros escriben, otros enseñan; todos cumplen distintos roles para que el mundo sea coherente. Cuando a uno le asiste el verbo, uno le cumple.


— ¿En cuál de sus dos actividades creativas empeña más tiempo, y cuál necesita de una mayor energía y dedicación sicológica?


— La literaria. Me cuesta mucho más. Es mucho más difícil escribir que pintar, para mí. Para pintar se necesitan facilidades. Escribir es otra cosa. Por ejemplo, la imaginación está en contra de la literatura. La persona que recurre a la imaginación, que todos tenemos, se sirve de ella para hacer literatura. ¡Y eso no es literatura para mí!  Entonces, el literato tiene muchas cosas en contra que cree que son a favor. En cambio, en pintura, las facilidades operan a favor.


— ¿O sea que la imaginación estaría jugando en contra de la creación literaria?


— Sí (interrumpe). La primera imaginación sobre todo, la que todos tienen, es terrible. Porque interfiere con el verdadero tema que ya se presenta como imagen perfilada, y que toma la forma de alguna cosa vivida... El tema de una novela es una aparición.

 


 

 

 
 
 

 

 

 

— Recurriendo a su imaginación plástica, ¿cómo visualiza al lector ideal?


— El lector ideal es el que lee como uno escribe. Si uno fuera lo suficientemente valiente como para atreverse a escribir tal cual le nace, entablaría una relación congruente con el lector. Pero como uno desconfiar de uno mismo, muchas veces cae en estilos que producen interferencia respecto del lector. Y el lector tiene que "aprender" a leer a un escritor. Finalmente, es tan valioso leer como escribir.


— ¿Por qué tipo de lectores le repelería ser leído?


— Por los triunfadores, por supuesto. Por los que quieren estar al día, por los ganadores. (Tajante).


— ¿Por qué? ¿Porque usted forma parte de los perdedores?


— (Mira largamente con sus ojitos azules)... Me conmueven los perdedores, qué quieres que te diga. Uno se enamora de la gente que pierde.


— ¿Nunca se ha planteado el dilema: "escribo o me bajo del barco"?


— Sí. Bajarse del barco también es apasionante. Y... guardar silencio, por qué no. Uno no nace solamente para escribir... ¡Hay que ser bien valiente! Eso debe tener grandes premios. Convertirse en un escritor que publique y publique, que se repite a lo mejor, no te lleva a ninguna parte. De repente es lindo bajarse del bote y ponerse a esperar. ¿Cómo sabes si no se te presenta desde otro ángulo la existencia? No hay que perder nunca la esperanza de entender de qué se trata todo este asunto. Y si el no escribir contribuye a eso... vale la pena dejar de hacerlo.


— Siguiendo con los juegos imaginativos, ¿cómo se ve Adolfo Couve en colores? ¿Con que paisajes se identificaría?


— Con el de Cartagena, que significa el abrazo entre Europa y América. Me interesa la edificación europea puesta fuera del contexto. Es un balneario donde se dan esas dos realidades. Me encanta, es como si las casas las hubieran puesto donde no deben y eso me apasiona.


— ¿Cuál es el origen de esa pasión? ¿Algún elemento genérico, tal vez?


— Sí. Yo pertenezco a ambos: Couve Rioseco. Todos los americanos tenemos esa nostalgia de nuestro origen y nuestros ancestros. Somos todos inmigrantes. Nos quedamos por quinta o sexta generación, de visita, y nos sentimos un poco arrendando América en vez de vivir en ella.


— Si tuviera que escribir su obra en líneas, ¿cómo lo haría?


— Como un dibujo cerrado. Soy mejor dibujante como escritor que como pintor. Soy más riguroso.


— En sus obras se advierte algo así como un velo de distanciamiento entre el narrador y lo narrado, algo muy sutil, por lo demás. ¿Cuál es su medio de percepción de la realidad?


— No sé. Cuando tengo más distancia veo mejor. Pero eso, en el recuerdo, tratando de superar la melancolía. Me cuesta mucho escribir en el presente: la distancia es lo único que permite ver más o menos lo que sucedió.


— Valente escribió una vez que usted era de los pocos novelistas que se mantienen fieles a sí mismos. ¿Advierte cambios en su concepción artística?


— No. Soy muy conservador para eso. Por suerte he podido mantener una poética sin alteraciones. Ahora, lo que me gustaría es lograr una obra coherente. Yo sé que El Picadero, La Lección de Pintura, El Tren de Cuerda y El Pasaje forman una tetralogía (a lo Wagner) sobre el tema de la infancia: son cuatro puntos de vista, cuatro situaciones sobre lo mismo. Y supongo que eso habla de coherencia.

 


 

 

 

Hombre en el balcón, 1984

 

Figura, 1985

 

 

 


— ¿Cómo definiría sus creencias estéticas?


— Yo creo en escribir bien. No creo en los estilos ni nada de eso, porque la cordillera es muy grande y nosotros, muy chicos (Risas). Hay un sólo modo de expresarse, que es el correcto. Cuando uno escribe bien, lo demás se da por añadidura.


— Respecto del niño que aparece en El Pasaje. ¿Qué grado de identificación —o de proyección— tiene con él Adolfo Couve?


— Bueno, es un personaje creado, ¿no? Aunque por supuesto que tiene de mi cuando niño y de otros niños, de algo que habla en mí y que requería ser pasado al papel. ¿Me entiendes? La buena literatura es la que no se queda en el tintero sino la que necesita ir afuera y manifestarse como algo importante.


— Pasemos a La Copia de Yeso. ¿Qué es lo que le atrajo del género epistolar tan pasado de moda, fuera de que fue una de las formas literarias preferidas del siglo XIX, en que usted sitúa la acción?

 
— Quizás el hecho de que yo tengo lo que se llama el sentido histórico, lo que me induce a documentarme muy bien. Esta etapa de Francia (1848) me estuvo llamando desde hace muchos años, hasta que la completé. Y cuando ya se vio algo concreto, me sentí inmerso en ella con los datos totalmente asumidos. Entonces me pareció que la correspondencia y las maneras de la época se prestaban para el uso de la forma indirecta: el personaje tenía que respetar tantas normas que él era un personaje indirecto. Me puse a escribir como si yo fuera él, que habla guardando la misma distancia en sus cartas que yo he guardado siempre frente a la literatura. Una distancia cultural y de buena crianza.


— Usted dijo hace un tiempo que ésta no era "la década del verbo". ¿Le parece, ya que ha vuelto a publicar, que esa situación ha cambiado?


— ¡Ah, me gusta mucho que me hagas esa pregunta! Es muy interesante: creo que en nuestro planeta las cosas se dan por ondas. Lo visual, luego la imagen —determinadas películas que han marcado historia—, la plástica en la época del arte abstracto... y ahora veo un renacer del verbo, una onda literaria que estuvo dormida por mucho tiempo. ¿Estás de acuerdo en eso?


— Sí, pero creo que hay otros factores que Influyen. En todo caso, ¿en cuál de sus libros cree haber logrado la más adecuada compenetración entre forma y contenido?


— (Categórico) En todos... de distinta manera. Porque si no, no habría publicado. El Picadero es un poema épico, una novela muy importante en la literatura chilena. El Tren de Cuerdas es un libro con sol: no es fácil lograr que se asolee un texto. (Risas) La Lección logra el dibujo neoclásico y rescata para Chile la provincia, ese mundo informal y lleno de simpatía, que es tan importante. La provincia es la Universidad del artista.


— ¿Y El Pasaje, en esa perspectiva?


— (Tras un largo silencio...) El Pasaje es un hueso duro de roer.


— Usted me decía en otra ocasión que "todo este asunto del yo es muy feo". ¿Qué es feo para Adolfo Couve y qué es, por el contrario, bello?


— Feo: la mentira, porque implica una traición a uno mismo y a la creación.
Bello: la frase de Keats ("A thing of beauty is a joy forever").


— El tiempo, por último, es una de sus preocupaciones proustianas. ¿De qué manera lo ha afectado en su interioridad el transcurso del tiempo?


— Me carga Proust, pero... el tiempo, sí, es mi dolor. Le tengo bastante miedo a lo que viene: miedo a la vejez, miedo a la muerte. Encuentro que la vida es sumamente grave; y ser es algo... muy fuerte. Y si más encima recordamos lo que uno fue, es tremendamente duro el recuerdo. Los hechos están intactos en la memoria, y eso es... impresionante. El no saber con qué nos vamos a encontrar es también de temer. ¡Anda a saber tú, ¡ojo!, si la realidad que nos espera hay que trabajarla tanto como ésta!


— Usted representa una rara mezcla de inseguridad personal y certeza frente a la calidad de su obra. ¿Hasta dónde llega esa certeza?


— ¿No te importa lo que voy a decir...? Es que quisiera... quisiera decir algo que va a chocar a la opinión pública. Yo espero pacientemente que algún día me den el Premio Nacional de Literatura. Con siete libros bien logrados creo que me lo merezco. Y sería muy bonito que se lo dieran a una persona joven.


¡No vaya a pasar con Couve lo que pasó con la Bombal o con Gabriela Mistral!